Ivi May Dzib
Ficciones de un escribidor
II
MADRE: De nadie, de todos. Solo entraba a la casa por comida. Mi hija le daba pequeñas migas, no las comía pero jugueteaba con ellas.
—¿No pensaste que fue una trampa?
MADRE: No, no vivía en una serie televisiva sobre crímenes y extorsiones. Era solo un gato y no tuvo nada que ver con lo que pasó.
—¿Qué estabas viendo?
MADRE: Veía un documental sobre animales. Evito ver las noticias, no era la hora de la telenovela. Veía la televisión porque ya había hecho todas las labores de la casa. Esperaba que dieran las ocho, faltaba muy poco tiempo.
—¿Qué pasa a las ocho?
MADRE: Es la hora de la cena, de la leche tibia, de la plática, de conocer un poco más cómo era Ella, porque a esa hora me platicaba cómo le fue durante el día.
—¿Y entonces?
MADRE: Salí a la calle porque escuché gritos. El grito de una niña.
—Pero eso es peligroso.
—Imprudente.
MADRE: Pero por un momento pensé que podía haber sido la mía, aunque era la hija de otra, ¿cómo hacer caso omiso si sabes que puede haber una madre que sufre?
—¿Y no pensaste que era la tuya?
MADRE: Ella estaba dentro de la casa, protegida por el calor de las paredes, en cambio esa niña…
—¿Qué fue de la niña?
MADRE: No era una niña.
MUERTE: Era yo, anunciando mi llegada, la forma de presentarme siempre es como la de una buena amiga.
MADRE: Quisiera decir que no vi nada. La calle estaba desierta. Ningún alma. Pero vi a la Muerte.
MUERTE: Siempre que aparezco hay un frío glaciar, algo premonitorio que solo pueden entender aquellos que me guardan en su corazón.
MADRE: Yo quiero sacarte de él.
MUERTE: ¿Realmente me viste?
MADRE: Te reconocí, reconocí ese frío del que tanto se habla, ese hueco en la boca del estómago.
—¿Y qué hiciste?
MADRE: Entré a la casa, fui a la cocina para abrazar a mi hija, para protegerla de ese grito, para decirle que conmigo iba a estar bien, que no iba a pasarle nada y…
—No la encontraste.
—¿Cómo se la llevó?
MADRE: La puerta de atrás. Está en la cocina. Se supone que siempre está cerrada.
—Eso pensamos todas.
—¿Pero verificaste que la estuviera?
—¿Cómo te atreves?
—Dijimos que no somos jueces ¿Cómo te atreves a culparla? ¿Eres como uno de ellos?
—Tendrías que explicarle al público quiénes son ellos.
—Ellos, los hombres.
—Ve sus rostros de indignación, dirán de nosotras que somos unas feministas radicales y que merecemos lo que nos pasa.
—Cuando pasan estas cosas es a la madre a quien culpan. Estoy hasta la madre. Cuando pasan estas cosas piensan que nunca debimos de haber parido. Porque se supone que somos nosotras las que tenemos la obligación de cuidarlas.
Continuará.