Cultura

Oxígeno y veneno: Egos Revueltos, de Juan Cruz

Joaquín Tamayo

“Cierro los ojos para ver más hondo, y siento que me apuñalan fría, justamente, con ese hierro viejo: la memoria”. Este verso final del poeta Angel González no podría ser más exacto, no podría ser mejor epígrafe para abrir el libro Egos Revueltos, una memoria personal de la vida literaria, pues refleja con precisión el tono de dolorosa melancolía que el escritor Juan Cruz Ruiz (Tenerife, 1948) quiso imprimirle a esta obra.

En esas líneas del poema A mano amada se condensan la profundidad, la fuerza, la honestidad y todo lo que el también periodista y editor, que ha sido Juan Cruz, pretendió mostrar a través de su crónica autobiográfica, de ese paseo suyo en calidad de “acompañante de escritores” durante casi cincuenta años.

Sólo así, mientras caminaba el tiempo junto a ellos, mientras avanzaba sombra a sombra con cada uno de estos artistas, logró confirmar que por encima de cualquier otra cosa el alimento sagrado e insustituible de la creación y de los creadores es el ego, para bien y para mal. Constató, asimismo, que el ayuno de vanidad jamás supera la prueba. En este medio quienes eligen la humildad y la modestia sinceras carecen del poder y del coraje para continuar. Al menos eso se cree. Tal parece que la discreción es asumida como una forma de debilidad, de temor. En conclusión el ego es motor y escudo, oxígeno y veneno, rosa y puñal a la vez. Lástima de realidad. Pero esa es la tesis predominante y subyacente, en simultáneo, en el texto de Juan Cruz.

Al margen de esta interpretación lectora, merece la pena destacar que Egos Revueltos traza un fresco acerca del circuito de las letras en castellano en un radio de acción que inicia en 1972 y se prolonga hasta mediados de la primera década de este siglo.

En un principio se pensó que el libro expondría un hervidero de chismes, una sarta de mezquindades, una olla de guisos putrefactos, cocinados por unos contra otros en una batalla interminable; algo hay de eso, sí; en ese sentido, muchas acciones deplorables y trampas absurdas están consignadas en sus páginas.

Sin embargo, en su afán de ser justo y de alcanzar el equilibrio en sus opiniones, Juan Cruz habla de los aspectos negativos, pero también recupera las virtudes, la bonhomía e incluso los trances de ternura de escritores y escritoras en relación con sus semejantes.

Para ello, el cronista debió domeñar sus pasiones, sus simpatías y sus fobias. Con este ejercicio devolvió a los lectores el valor de la objetividad o de una subjetividad bastante ecuánime, si se quiere, a la hora de presentar los episodios más significativos de la historia inmediata de la literatura escrita en español. En todo caso dibujó a sus personajes tal y como son, tal y como fueron. O como finalmente Juan Cruz llegó a vivirlos y a padecerlos.

Camilo José Cela, Ana María Matute, Jorge Luis Borges, Francisco Umbral, Carlos Fuentes, José Saramago, Carlos Barral, Susan Sontag, Guillermo Cabrera Infante, Almudena Grandes, Gabriel García Márquez, Severo Sarduy, Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa, Jorge Semprún, Enrique Vila Matas, Antonio Muñoz Molina, Rafael Conte, Carmen Balcells, Juan Marsé y Gunter Grass, entre tantos otros, se desplazan con la intensidad de sus triunfos y de sus caídas. Siempre, eso sí, gobernados por la voluntad de sus egos.

“Un día dije, y lo cuento en este libro, que los escritores desayunan egos revueltos: los hay revueltos, fritos, escalfados; y ninguno es desdeñable, y ay del editor que no quiera desayunar con los egos que desayunan sus autores. En algún momento puede que esos egos se le atraganten, o por la exageración o por la reiteración, pero si uno no asume que ha de digerirlos estará tirando piedras contra el propio oficio”.

Así se mueve la voz de Juan Cruz a través del relato: antisolemne aunque respetuosa, amena y llena de ironía, resignada y cálida, inquisitiva y fraterna. En este ensayo personal, el autor reflexiona sobre su intervención en sucesos primordiales del periodismo, de las letras y de la cultura. Cabe resaltar que en ningún momento es autocomplaciente ni cuida en exceso a sus biografiados. Como buen narrador les permitió que se cumplieran a sus anchas y que se proyectasen sin la máscara de los intelectuales públicos. Pese a la estrecha convivencia sostenida con algunos de estos creadores, Juan Cruz nos deja ver que varios de ellos son –o fueron– impenetrables amantes de la provocación y capaces de nutrir el misterio en torno a sus presencias.

Va un revelador ejemplo:

“Ernesto Sábato, al que la historia ha puesto en el lado de los humildes, también tiene su ego instalado en su alma, y se interesa por lo que publica como si no hubiera llegado a los 90 años (…)”.

Texto construido bajo la precaria luz de la introspección, crónica estimulada por impulsos encontrados, uno que se sumerge y otro que emerge, Egos Revueltos es la historia del periodista y editor, Juan Cruz, y de los personajes de los cuales se rodeó. Sin importar sus diferencias de carácter o ideológicas, el autor apreció y quiso a todos estos artistas. A unos más que a otros, por supuesto. No obstante, de cada uno de ellos aquilató la calidad de su obra y la hondura de su huella en el mundo.

Otra corriente que atraviesa el libro de rabo a cabo es su atmósfera de despedida, su noción de adioses. Al final de cada capítulo esa sensación de desprendimiento definitivo se recrudece. Da la impresión de que, conforme la narración se extiende, el escritor se va quedando solo, libre de apegos, sujeto únicamente a los designios de su memoria y a la evocación del agridulce sabor de los egos. De manera irrepetible y conmovedora lo señala en algún párrafo: “La vida es así, dura y bella. Se mezcla lo que fue con lo que es, y estos amigos que ya no están y que fueron, antes que ceniza, entusiasmo, me hacen regresar, o ir, uno jamás regresa, uno va, a esos momentos plenos de la vida…”.