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Cultura

Imágenes de Frank Domínguez

Pedro de la Hoz

Me dicen que este 29 de octubre hará un lustro de la ausencia de Frank Domínguez y no lo creo. Tengo razones para pensar que no es cierto y sé que esa percepción no es sólo mía. Por citar rápidamente dos de ellas: las canciones que compuso, las mejores, se siguen cantando, mientras la sustancia vital de su arte continúa nutriendo el crecimiento humano, esté donde esté el artista desde que en Mérida, Yucatán, su segundo hogar, no tuvo otra alternativa que partir hacia la eternidad.

Si tan sólo hubiera firmado Tú me acostumbraste e Imágenes tendría asegurado un lugar en el Olimpo de las más entrañables canciones latinoamericanas de todos los tiempos, dentro de la exigente lista que perpetúa la irreductibilidad del bolero. Pero hubo muchas más y cada una trae no sólo recuerdos y añoranzas –un amor, un desamor, un encuentro furtivo, una alianza permanente, una atmósfera irrepetible, una vivencia única, una huella indeleble– sino a la vez la arrasadora convicción de poder ser dichas aquí, allá, ahora mismo, mañana, como si se acabaran de estrenar.

Boleristas, cancioneros, baladistas de todas las edades, en Cuba, México y otros parajes de Iberoamérica, e incluso en esa cada vez más expandida comunidad latina en territorio estadounidense, montan las piezas de Frank y a veces no saben a ciencia cierta quién es el autor, porque como las obras de César Portilllo de la Luz y José Antonio Méndez, o de Alvaro Carrilllo y Agustín Lara, o de Consuelo Velázquez y María Grever, lo importante es que se canten de una a otra generación y lleguen al corazón de gentes muy diversas.

Un destacado bolerista cubano, Mundito González me dijo: “Cualquiera de los temas de Frank te asegura un público, porque él sabía cómo interpretar los sentimientos. Pero no basta con pasar por la melodía o por el texto; sus obras merecen concentración a la hora de transmitirlas para comunicar su plenitud”. El desaparecido poeta y musicólogo Helio Orovio describió así el arte del compositor: “El sabía atravesar la línea delgada entre lo común y lo extraordinario, entre lo sencillo y lo complejo. ¿Sexto sentido? Puede ser. Pero si la intuición lo lanzó, el oficio no queda atrás. Toma una canción suya y ponle oído, para que sepas cómo lograr una canción impecable en su factura”.

Definitivamente Frank Domínguez tenía sentido del filin. Así llamaron a la modalidad de la canción cubana que desde los años 40 del pasado siglo renovó la tradición trovadoresca, bajo los efluvios del blues, el jazz y las armonías impresionistas. Textos para nada rebuscados, que empleaban metáforas directas y giros conversacionales. Modos de decir más cercanos al oído que al espectáculo. Una nueva dimensión del bolero.

Para ello nació y se preparó Francisco Manuel Ramón Dionisio Domínguez Padrón, natural de Güines, localidad ubicada en un fértil valle de la región central habanera, donde vino al mundo el 9 de octubre de 1927 a las 7:45 a.m., aunque como desde pequeño se trasladó con la familia a la ciudad de Matanzas siempre se consideró matancero, “como el danzón”.

Siguiendo los pasos de su padre estudió Ciencias Farmacéuticas. Siguiendo lo que dictaba su corazón enrumbó hacia la música. Estudió piano y solfeo con la profesora Ida Nery Ortega e hizo pininos en la escena matancera. En la llamada Atenas de Cuba llegó incluso a animar veladas teatrales y animar un programa de radio en el que compartió faenas con Carilda Oliver, quien sería reconocida como una de las voces poéticas más relevantes de la isla.

En una entrevista que concedió al poeta y colega Sigfredo Ariel recordó la disyuntiva que se le planteó durante sus estudios universitarios en La Habana: “Siempre llevaba conmigo a todas partes mi libreta de versos y canciones. Cuando un profesor faltaba a clases me iba con algunos compañeros al llamado Bar de Física, donde había un piano de cola, y así, matando el tiempo, daba rienda suelta a mi verdadera vocación: la música. Allí conocí a Angel Díaz, el hombre que aglutinó a los jóvenes filineros, que se me acercó mientras yo interpretaba mi versión de Ya no me quieres, de María Grever. Nunca olvido sus palabras: ‘¿Qué rayos haces tú con esa bata sanitaria estudiando Farmacia si no tienes nada que ver con ella? Porque tú eres artista’”.

Y vaya si lo fue, desde el mismísimo día en que los encargados de fichar nuevos talentos para la corporación mediática CMQ lo escucharon. Así lo contó a Ariel: decidí hacer una prueba cantando y acompañándome al piano en una de mis entonces desconocidas canciones: Tú me acostumbraste, que hoy [1987] a casi treinta y ocho años sigo escuchando en tantas y variadas versiones de intérpretes internacionales como los chilenos Monna Bell y Lucho Gatica; Nicola di Bari, italiano como Nila Pizzi, Paul Muriat, Altemar Dutra, Rubén Blades, CaetanoVeloso y El Bambino, que lo hizo por bulerías. A los pocos días de la prueba recibí una amable carta del administrador del departamento de finanzas de la emisora con esperanzas y promesas halagadoras que se harían realidad, sí, pero con menos rapidez de lo que yo esperaba en aquel momento”.

Sin prisa pero sin pausa, Frank Domínguez desbrozó la ruta del éxito y la popularidad sin hacer concesiones. Los cantantes pedían –se fajaban, como me confesó una vez Pacho Alonso, que tuvo que batirse para hacer suya Imágenes– por sus canciones y él mismo, con voz de persona, sentado al piano se hizo dueño de las noches habaneras y de otras ciudades cubanas, y más tarde de los días y las noches de Yucatán.

¿Filosofía de trabajo? Aquí va: “Creo en la inspiración. No tengo una probeta para meter hoy una clave de sol y otra mañana, más un tres por cuatro, para batirlo después. A veces me levanto de madrugada (…). En el piano portátil compongo a esas horas con el volumen bajo. Necesito el piano para sentirme bien componiendo. Por lo general, la idea de la letra viene primero, mientras aflora la música. En ocasiones la canción no surge completa y me está rondando día tras día (…). Pasa un año y no hago nada nuevo. Tengo que sentirme inspirado (…). Pienso que la letra es esencial. Leo mis textos, despojados de cualquier adorno, como si fueran poemas. E intento no escribir por escribir, evitando esos finales que parecen abruptos. Lo que he dicho debe tener una ilación, una progresión, y no golpes efectistas. Me gusta mucho la metáfora, pero una canción no puede estar formada por frases pegadas. Para probarlas, me las canto: si me emociona, la doy a conocer”.

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