Cultura

La Habana anónima

Pedro de la Hoz

La fuerza de la costumbre se disipa ante la contemplación de los formidables monumentos arquitectónicos del centro histórico de la ciudad. Del Palacio de los Capitanes Generales a la Plaza Vieja, del Castillo de la Real Fuerza al Palacio del Segundo Cabo, de la Casa de la Obra Pía al Palacio de Aldama, sin pasar por alto la Catedral.

Ciertamente La Habana, con sus 500 años a cuestas, es, como dijo recientemente el escritor argentino Martín Caparrós, una ciudad llena de historias y de historia. Y que lo difícil para contar La Habana es que todo parece siempre atravesado por la historia: que hay que hablar siempre de la historia, que siempre hay una que contar.

Esta que evocaré no registra rostros ni nombres. Solemos celebrar el genio de Bautista Antonelli, ingeniero italiano al servicio de la Corona española, para modelar las fortificaciones de La Cabaña y La Punta, pero nadie recuerda a quienes pusieron la mano de obra, en su mayoría esclavos africanos arrancados de sus tierras de origen y explotados en un destino impensado.

Las edificaciones se conocen por los apellidos de sus propietarios: Conde de Lombillo y Calvo, Marqués de Aguas Claras y Condesa de la Reunión, Conde de Casa Bayona y Conde de San Juan de Jaruco, pero los que acarrearon piedras y auxiliaron a los maestros canteros, los que bajo la vigilancia de implacables capataces soportaron el rigor de las largas jornadas de trabajo, permanecen en el anonimato.

Sin estos hubiera sido imposible fomentar el patrimonio acumulado en las aproximadamente 140 hectáreas del centro histórico habanero con sus cientos de edificaciones levantadas en la etapa colonial, y sus espacios públicos de excelencia.

La obra restauradora que se ha emprendido en las últimas décadas, impulsada en fechas recientes por el programa conmemorativo del medio milenio de la urbe, ha revitalizado importantes enclaves, entre los que se halla el Castillo de Atarés, construido en 1767 para tributar al segundo anillo defensivo. En lo adelante será el Museo Castillo Santo Domingo de Atarés, un museo del sitio, por toda la historia que guarda la fortaleza, para que quienes visiten sus espacios salgan con una idea sobre su construcción, las diferentes etapas de su historia, y el plan que concibió y ejecutó España en La Habana luego de su toma por los ingleses.

“¿Qué era el Castillo de Atarés en la memoria de los habaneros? –se preguntó el historiador de la ciudad, Eusebio Leal, en los días en que se iniciaba su recuperación–. Un antro de tortura y desapariciones durante el machadato (1926-1933), el monumento terrible a los que fueron ejecutados en 1850 al pie de la columna donde hoy se alza una bandera cubana, triste destino de precursores incomprendidos o anticipados a su tiempo, o que vivieron el error transitorio y circunstancial que solamente en décadas podría esclarecer el pensamiento revolucionario cubano”. Ojalá que en esa memoria tenga cabida la sangre de los esclavos africanos forzados a su construcción y la de los humildes peones blancos que dejaron su piel en el tremendo empeño.

Durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX, la oligarquía negrera decide y manda, alentada por el poder absoluto de gobernadoresy capitanes generales de la isla. Los blancos, peninsulares o criollos, se dedican a la trata con tranquilidad espantosa. El clero, los nobles, aún los ciudadanos de clase media, eran dueños de esclavos, considerando esta actividad como algo normal.

Nunca han dejado de inquietarme las estampas de Víctor Patricio Landaluze sobre la vida habanera en tiempos de la colonia. Era un bilbaíno, pintor costumbrista, dibujante humorístico y caricaturista político, contrario, obviamente, a la independencia. Un experto del Museo Nacional de Bellas Artes señala: “Landaluze fijó su atención en el guajiro blanco y sus costumbres, a los cuales trata con respeto y simpatía, pero es de especial interés su tratamiento mordazmente racista del negro, introduciendo en estos cuadros una visión burlona e hiriente de sus hábitos y prácticas, en particular del criado doméstico urbano, a los cuales visualiza como ‘alegres e indolentes personajes’, insertos en el escenario más amplio de la cruel esclavitud”. ¿Es realmente feliz y despreocupada la esclava de la servidumbre doméstica que se deja seducir por el calesero? ¿De dónde venían y quiénes eran los negros y negras que el artista mostraba despreocupadamente? ¿Cómo entrever la tragedia de sus vidas detrás de las alambicadas escenas?

Uno de los actos más relevantes del programa por los 500 años de La Habana ha sido la visita de los Reyes de España, Felipe VI y Letizia. La que fuera la Fidelísima Habana los acogió con amabilidad. Ambos recorrieron edificaciones y calles históricas. ¿Se habrán preguntado si en su construcción hubo un monarca yoruba, un príncipe bantú, un dignatario mandinga?

La filosofía de la restauración del centro histórico habanero se halla resumida en estas palabras de Eusebio Leal: “Reconstruir, restaurar, insuflar vida con energía, impulsar desde la Oficina del Historiador de la Ciudad una intensa acción cultural, solidaria, participativa, que fuera una especie de luz encendida en medio de un período histórico donde tantas han sido las urgencias y las necesidades de nuestro pueblo. Y tratamos de hacerlo con fruición y lealtad, rasgando con energía el velo decadente que caía cual pesado sudario sobre una urbe necesitada de inversiones económicas sustantivas, encabezando un proyecto descentralizado que fuera una expresión pública de la voluntad política del Estado”.

En ese proyecto es necesario poner por delante la memoria de los africanos que dejaron sus vidas entre la piedra y el polvo. Aunque no sepamos sus nombres, aunque no tengamos sus rostros.