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Con feroz anhelo literario, José Alvarado (1911-1974) se entregó durante más de cuatro décadas a los géneros periodísticos. La crónica, la estampa, la crítica, la viñeta, el comentario político y la semblanza de personajes fueron para él textos con las mismas exigencias estéticas de la poesía, el cuento y la novela.

Le dio a su diaria escritura una vigencia perdurable, ajena a la rápida caducidad de la noticia del día. Parece haber empleado, en condición de mantra, la antigua premisa bíblica: ser fiel en lo grande y en lo pequeño. Desde sus inicios, le declaró la guerra sin cuartel a la efímera naturaleza de la información.

Por todas estas cualidades se advierte ahora en su obra a un prosista como pocos ha habido en México, pues trató la realidad con el decoro y el cuidado imaginativo propios de un esteta de la ficción.

Sus muchas columnas y descripciones, prescindiendo del pronombre relativo que, revelan su fervor por el lenguaje y el rigor de un genuino poeta. En la brevedad de sus palabras y de sus frases cortas cupo siempre la metáfora del universo entero.

Para este maestro de las dos cuartillas, nacido en Nuevo León, no hubo diferencias entre el reportaje desde el frente de guerra y el relato explosivo producto de la trinchera amorosa. Los temas de su interés solían provenir de cualquier parte: le importaba, por encima de tendencias y asuntos en boga, explicar y explicarse los reflejos del alma humana en circunstancias atípicas y, al mismo tiempo, rutinarias.

¿Cuáles son esos mecanismos cuyo poder detonan el resentimiento, la ira, la venganza, pero también el acto misericordioso, la solidaridad y el afecto en la convivencia cotidiana?... En resumidas cuentas, José Alvarado reporteó el espíritu mexicano de mediados del siglo XX.

Su mirada lo abarcó todo: la política, la cultura, la geografía, la economía, el deporte, el espectáculo, el cine, la música, la ciencia, la sociedad y los fenómenos más desconcertantes de la época. De su época. Resultó así testigo excepcional de la transición mexicana de país bucólico a nación moderna.

Guardó registro de las ciudades, los pueblos, las calles, los parques, los jardines, los templos, los edificios y de las entonces nacientes zonas residenciales; habló del cilindrero, del vagabundo, de la maestra de primaria, del merolico, del oficinista, del merenguero, de la madre de familia, de las adolescentes, del mariachi, del cantinero, del saltimbanqui, del afilador de cuchillos y del bohemio. Sonidos y colores ocuparon sus páginas prodigiosas. Nadie escapó a sus retratos de cuerpo entero.

En el aspecto artístico, reseñó a los creadores más significativos de aquellos años. Vaticinó, por ejemplo, el descollante ascenso de la carrera de Juan José Arreola.

He aquí sus consideraciones en torno al prometedor jalisciense: “Juan José Arreola es el nombre de un joven escritor mexicano que no tardará en ser conocido con amplitud y en figurar en la primera fila de nuestros prosistas. Hace algún tiempo que salió su primer libro: se trata de un volumen de cuentos y relatos de fina calidad, hechos, sin duda alguna, por alguien que ha ganado ya las primeras batallas contra las dificultades del oficio (…).”

Celebró, también, el poema Muerte sin fin, de José Gorostiza, como una de las cumbres de las letras de México y de Latinoamérica cuando acababa de publicarse, y labró para la posteridad la aventurada existencia de Renato Leduc, puntal del periodismo y de la opinión pública. Perfiles de José Vasconcelos, Rafael F. Muñoz, Carlos Fuentes, José Revueltas, Octavio Paz, Diego Rivera, María Félix, Lupe Vélez, Charles Chaplin, “Cantinflas” y María Douglas se cumplieron en su nutrida producción dispersa en periódicos y revistas de distinta índole.

Curiosamente, el suyo resultó un extraño caso de modestia intelectual. Para empezar, no aceptó jamás el calificativo de escritor. Su objetivo no se centró en conseguir la gloria literaria ni el reconocimiento a través de la edición de sus libros. Para el maestro Alvarado esa era sólo una consecuencia a veces relativa de su trabajo.

No obstante, mientras vivía, se publicaron varios tomos de sus artículos y ensayos y de su obra narrativa (Memorias de un espejo, 1953; El personaje, 1955 y El retrato muerto, 1965). En 1985, el Fondo de Cultura Económica presentó Visiones mexicanas y en 2018 la editorial Cal y Arena, en coedición con la Universidad de Nuevo León, publicó José Alvarado, Antología, con una notable selección de crónicas y prólogo del escritor Margarito Cuéllar.

En el centenario de su natalicio apareció otra antología: Prosas sin que, compilada por José de la Colina y epílogo del ensayista Gabriel Zaid. El título alude a los escritos sin el uso de ese pronombre, como ya se ha dicho. El libro incluye una bella estampa periodística convertida, gracias a la penetración de su pluma, en un poema en prosa llamado, de forma premonitoria, Escaleras.

Dice en el fragmento final: “A pesar de todo, las escaleras suelen ser personajes importantes. Una novela, según se sabe, hubiera enriquecido la substancia si el autor hubiera tenido mayor cuidado con las escaleras. Casi todas las escaleras tristes son de madera: gimen bajo el paso de los seres. Casi todas las bellas, en cambio, son de piedra y alcanzan un prestigio romántico. Lo mismo hay, por cierto, melancólicas y sucias escaleras de piedra. En Roma, en viejas casas de México, en Montparnasse, en Cuernavaca, en Valparaíso y en Helsinki. Pero la literatura prefiere las escaleras románticas, bajo la luz de la tarde o la caricia de la luna. Y no deja de ser un defecto”.

Mientras celebraba su cumpleaños número 63, el maestro Alvarado sufrió un accidente de cual no pudo recuperarse. Falleció dos días después tras haber rodado, precisamente, por la escalera de su casa.

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