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Una parte importante de la literatura de Yucatán ha estado en la sombra, sometida a un silencio voluntario que hace invisible toda creación, algo fatal en esta tierra tan proclive al olvido. Esa zona valiosa termina por permanecer escondida, mientras los fuegos fatuos y los despliegues de chapucería saturan el ambiente.

En ese espacio de sombra y de silencio se colocó desde hace años Francisco López Cervantes, poeta recientemente fallecido. Luego de ser uno de los principales promotores de los cambios en las letras de la región, terminó apartándose de la banalidad dominante hasta volverse un escritor casi desconocido, aun para quienes lo conocieron en plena actividad.

Nacido en 1951, en su temperamento persistió mucho la atmósfera pesimista y desconfiada que marcó a muchos contemporáneos suyos influidos por el existencialismo, pero procuró canalizarla en reflexiones y advertencias. Entre la angustia por el estado que atravesaba la humanidad actual y un anhelo de utopía, fue certero en varios de sus temores por el presente y el futuro.

Integrante del grupo Platero, con Juan e Irene Duch Gary, Rubén Reyes Ramírez, Humberto Repetto Ortega y otros escritores, publicó poemas, escasos en cantidad pero con densidad poética y reflexiva. Hasta donde sé, no publicó ningún libro por sí solo, sino siempre en publicaciones colectivas. Un deber será reunir esos poemas publicados en poemarios de grupo, antologías y revistas y ordenarlos de acuerdo a un criterio que integre los temas y la cronología.

Lo conocí como parte de la Escuela de Humanidades de la Universidad Modelo, donde laboró algunos años. Hubo encuentros y desencuentros pero prevaleció el respeto mutuo. Siempre tuve presente su condición de poeta renovador en tiempos cuando subsistían prejuicios literarios, sociales y morales. Sus conocimientos eran amplios y abarcaban diversas disciplinas, entre ellas las relaciones de la ciencia con la filosofía.

Fue funcionario público tanto en tareas administrativas como culturales, escribió ensayos y discursos pocas veces publicados. Además de haber sido docente en varias instituciones educativas, impartió clases en la carrera de Letras Hispánicas a algunas generaciones y se ganaba la camaradería de sus alumnos, como también ocurrió en los talleres literarios que coordinó. Igualmente, participó en diversos proyectos editoriales.

En los últimos diez años lo vi una sola vez de casualidad, cerca del cruce de las avenidas Reforma y Colón, y conversamos cordialmente. Hace unos tres años se rehabilitó la biblioteca pública que lleva el nombre de su padre, el poeta Clemente López Trujillo, en la Unidad Habitacional Cordemex, y con alguna dificultad logré localizarlo con el propósito de invitarlo a la ceremonia. Entre llamadas y mensajes de celular, expresó sus dudas por asistir y terminó comunicándome que no estaría presente en la reapertura.

Esperemos que su voz de poeta resuene en viejos y nuevos lectores. Que vuelvan a circular sus escritos y se le recuerde como parte de una etapa de cambios en el proceso de nuestra literatura.

Transcribo un breve poema suyo, titulado “Nunca llegar”: “De noche, en la ebriedad del sueño, / esperamos hablar con nuestros muertos. / Los vemos a lo lejos, al filo de una herida, / y son tan impalpables como la inmensidad. / Pero llegamos tarde, siempre tarde, / y nos quedamos solos frente a lo oscuro”.

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