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Cultura

Veinte, veinte… Feliz Año Nuevo

Conrado Roche Reyes

Treinta y uno de diciembre, día de fin de año. Día de celebrar la entrada de la nueva década 20-20, repetía la gente. Capicúa. Rostros felices. Deseos y promesas que sólo Dios sabe si serán cumplidas. El hospital, lleno de abrazos y buenos augurios. Todos juntos y felices.

La consulta de aquel día prometía ser buena. La revisión de los fríos historiales médicos de los pacientes de aquella invernal mañana así lo indicaba. Nada hacía presagiar la presencia de alguna sorpresa desagradable ni de alguna mala noticia que dar. Eso me animó.

Ligia llegó una hora antes a la consulta, aduciendo otras inexcusables obligaciones, así que en cuanto tuve “un hueco” la pasé. Era su primer control, tres meses después de finalizar la radioterapia. Fue un momento tenso para los pacientes. Se enfrentan por primera vez a la sentencia de la incertidumbre sin la red protectora de los tratamientos y eso siempre los pone en alerta y ansiosos.

Ligia es una mujer de mediana edad, de porte cuidadoso, buena figura y forma física. Viene ataviada con la peluca de mechones rubios todavía porque, aunque le ha crecido ya el pelo, no se atreve a lucirlo corto para no tener que dar demasiadas explicaciones. Su rostro está sereno, sonriente, me atrevería a decir que incluso sorprendentemente bien. Inicio mi interrogatorio preguntándole cómo se encuentra. Me responde educadamente que bien, pero hace un inciso y me pregunta si he hablado de ella con el psicooncólogo. Me extraño. Le digo que no. Entonces ella empieza a contarme su historia.

Habla de su hijo Juan, de veintisiete años. Me cuenta que él le hablaba de mí, incluso le había llevado recortes del periódico local donde se publicaban cosas acerca de mi trabajo. Juan había encontrado su momento de vida perfecto. Había finalizado en forma brillante sus estudios profesionales, estaba prometido con el amor de su vida y había encontrado un buen trabajo.

Una mañana, mientras se encaminaba en su coche por una carretera llena de baches, el vehículo volcó de lado, de forma tonta, caprichosa y a corta velocidad. Todos los ocupantes se llevaron un susto únicamente, ya que llevaban puesto el cinturón de seguridad, incluso Juan. Todos salieron del coche por su propio pie, pero Juan no pudo. El infortunio se apoderó de él esa mañana. En el vuelco, Juan resultó con fractura en una de sus cervicales más altas, lo que le ocasionó una sección medular que lo sentenciaba.

Juan no murió en el acto, se lo llevaron casi inmediatamente a la Unidad de Cuidados Intensivos de hospital cercano. No podía moverse, ni siquiera podía respirar por sí mismo, tampoco tragar para comer ni podía hablar. Su cabeza, sin embargo, estaba intacta y días después, con un poco de ayuda pudo comunicarse con su familia.

Ligia me cuenta todo esto con un orgullo de madre que me impacta, me deja mudo. La emoción entra como un tsunami en la consulta y me conmueve. No tengo palabras para describir las sensaciones de esa imagen. Soy padre y el dolor que significa ver a un hijo así es difícil de imaginar, sólo puedo quizá aproximarme levemente. Aún así, dejo que Ligia siga con aquella consulta sagrada. Me dice que han sido días muy duros, pero que no le han dejado mal recuerdo. Su hijo solicitó que se le aplicara la Ley de Autonomía del paciente y decidió no seguir con medidas extraordinarias para su cuidado. Se despidió con ternura de sus padres, de sus hermanos, de su novia y de sus mejores amigos. Me consta que a su padre le costó mucho aceptar la decisión de Juan, pero a su madre no. Ella lo conocía más que nadie en este mundo y sabía lo que verdaderamente le hacía feliz. Difícil aceptar la muerte de un hijo, pero más difícil era aún ir en esos momentos contra su voluntad y hacerle sufrir innecesariamente. Madre e hijo se despidieron arropados, con un cariño intenso, sin lastres. El dolor era inevitable, pero hubo tiempo para el desahogo y la paz de sus almas. Él estaba satisfecho de haber visto a su madre salir adelante con cáncer de mama y que hubiera ya acabado los tratamientos. Se sentía afortunado de que, a pesar de todo, la vida le dio la oportunidad de despedirse bien de los suyos. ¡Qué grande fue Juan!

Prosigo la consulta con un nudo en la garganta y conteniendo las lágrimas de emoción. Ligia me ha regalado un maravilloso ejemplo de vida y no puedo por menos que escucharla atentamente, dejarla hablar y que suelte esas chispas de duelo ejemplar. No debe ser nada fácil para ella, a partir de ahora, levantarse cada mañana con algo así y sé que ya nada volverá a ser igual. Una parte de tu vida ha sido arrancada de cuajo, desgarrada. Encontrar asideros para sostenerse cuando has perdido a un hijo debe ser tremendamente complicado. Pierdes una esposa y te conviertes en viudo. Pierdes a un padre y te conviertes en huérfanos. Pero pierdes un hijo ¿y qué eres? No hay ninguna palabra en nuestra lengua, ni en ninguna, que yo conozca que describa eso.

Tras esta historia, compruebo que todo está bien y le digo que nos volveremos a ver en uso meses. Nos despedimos con un fuerte abrazo, el abrazo más cálido y hermoso que he recibido en mi vida. Ella me dice, sonriente, después de los “Feliz año nuevo”, Nueva Década Feliz 2020 y ríe alegremente…

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