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Cultura

A la orilla del mar

Conrado Roche Reyes

El diluvio de estrellas de Agustín Lara cayó sobre ellos, y las palmeras borrachas de luna sirvieron de instrumento musical a la brisa.

Cenaron callados .Felipe y su esposa sirvieron, también en silencio.

Cangrejo moro, langosta, abulón natural, vino blanco.

La música nunca se detuvo.

Luna, tú que la conoces,

Y sabes de las noches

que juntos pasamos

A la orilla del mar

Luna, ruégale que vuelva

Y dile que la quiero

Que solo la quiero

Que solo la espero

A la orilla del mar…

Alejandra volvió a caminar hacia el mar. Sola. Aventó a lo lejos los zapatos, sintiendo en la planta de los pies la tibieza que el sol había depositado sobre la arena. Miró al horizonte. Una tenue línea marcaba la diferencia entre dos tonos de azul oscuro.

Alejandro apareció, tendió una manta en la playa, y desnudó a su musa. La acostó bocabajo y escribió en su cuerpo un libro con sus labios, sobre la piel caliente. Sentía como Alejandra, cada que su boca encontraba algún resquicio nuevo.

El escritor se detuvo en la página cien. Dibujó un pequeño cuadro imaginario en la parte baja de Alejandra y profanó el silencio.

–Esta pequeña atea que acabo de pintar es la parte más sensible de tu cuerpo. Es un pequeño cuadro lleno de finísimos vellos rubios, que sabe a ángel. Quiero que me prometas algo.

–¿Qué? –pregunto la niña antes de morir.

–Que bajo ninguna circunstancia vas a permitir que alguien lo toque. Es propiedad exclusiva de Felipe.

–¿Y lo demás?

– Lo demás, el resto de tu cuerpo y de tu alma pertenece a Alejandro.

Una nube negra se interpuso entre ellos y la esbelta línea de la luna. Alejandra pudo por fin llegar al culmen, y lloró. Un torrente inagotable de inexplicables lágrimas formaron un río que llevó su emoción al mar.

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