Pedro de la Hoz
La imprecisión de las fichas biográficas vuelve a jugar una extraña pasada en el caso de Vicentico Valdés. En buena parte de aquellas se afirma que vino al mundo el 10 de diciembre de 1919; en otras se da por cierto el 10 de enero de 1921. De modo que, de acuerdo a las primeras, el centenario del genial cantante cubano tendría que celebrarse este año, mientras que, si nos atenemos a la segunda data, demoraríamos dos años más. ¿Cuál es la verdad? Al parecer ni una ni otra. A la hora de regularizar su situación migratoria en los Estados Unidos, donde residió la mayor parte de su vida, Vicentico declaró haber nacido en La Habana, exactamente en el barrio de Cayo Hueso, el 10 de diciembre de 1918.
No es ese el único testimonio documental. El discógrafo colombiano Jaime Jaramillo remitió a los realizadores de Memorias, el excelente espacio dominical de Radio Rebelde, la planta creada por Che Guevara en los días guerrilleros de la Sierra Maestra, el formulario llenado por el propio cantante para aplicar –vaya anglicismo– a la seguridad social, y de su puño y letra aparece el 10 de diciembre de 1918, dato que ya había sido consignado por la acuciosa investigadora Rosa Marquetti al registrar la saga biográfica del singular artista.
Lo cierto es que, con centenario o sin él, Vicentico Valdés es de esas voces imprescindibles, referenciales, definitorias, a la hora de marcar el rumbo cierto de nuestra canción en el pasado siglo.
En los predios del son dejó huellas. Por ahí empezó desde jovencito, animado por su hermano mayor Alfredo, a quien todavía debemos el reconocimiento que se merece por su labor fundacional en las formaciones que implantaron la norma tradicional del género. Dicho sea y no de paso, otros dos hermanos suyos figuran por derecho propio en la historia de la música cubana, Marcelino y Oscar, percusionistas, el último padre de quien fundó con Chucho la legendaria banda Irakere y actual líder de Diákara. Del linaje sonero de Vicentico, el programa radial mostró el tremendo sabor que le puso a Bruca manigua, cuando en México integró la línea frontal del conjunto de Humberto Cané.
Pero fue en el bolero donde alcanzó las mayores cotas, ya establecido en los Estados Unidos, en la cresta de la ola del boom latino, y con amplia resonancia en Cuba y otras tierras del continente. Desde los años 50 campeó en esa zona de la canción, con el favor de la radio y las reproductoras que amplificaban las grabaciones en bares, cantinas y otros espacios recreativos.
Ahora mismo cierro los ojos, aguzo los oídos de la memoria, y aparece en mi niñez, desde la victrola del bar de Luz, una mujer gorda que servía tragos a pocos metros de mi casa en Cienfuegos, la voz de Vicentico, incombustible y rotunda, en medio de la competencia con el inmenso Benny Moré, la dicción persistente de Daniel Santos, la guapería de Rolando Laserie y las rancheras infaltables de Pedro Infante y Miguel Aceves Mejías, con aquellas versiones suyas de Añorado encuentro, de Piloto y Vera, y Los aretes de la luna, de José Dolores Quiñones, posiblemente la canción más surrealista que se haya compuesto en Cuba por mucho tiempo.
En el flamante tocadiscos, desde donde mi tía Lilia inculcaba en mí las savias de las óperas puccinianas y los arrestos románticos de Chaikovski, el segundo esposo de mi madre, Rolando, colocaba la placa de 33 revoluciones por minutos de un Vicentico que desgranaba, con talante insólito, En la imaginación, de Marta Valdés, pieza que me acompaña por siempre con su insospechada dimensión poética.
Para ser franco, hubo un momento en que mi generación no supo apreciar ni el tono ni el tino de los boleros. No por Vicentico, sino debido a que por un lado el rock y por otro la alergia a textos lacrimógenos, nos ahuyentó de la esencia de un género que representaba la historia sentimental de una identidad regional.
El tiempo puso las cosas en su sitio. El empate de la nueva trova con el filin –una sola trova de arriba abajo–, la línea de continuidad de Sindo y Corona a Silvio y Pablo, pasaba inevitablemente por Portillo, José Antonio y Marta y ahí entraba Vicentico para sentir, enamorar, desamar, derretirnos y soñar para siempre. Con su voz nasal, pasmosa acentuación y empaque vertical, nos ganó una y otra vez, no importa que fuera arropado, como dios manda, por metales y percusiones de ley, o por cuerdas almibaradas que poco favor le hacían.
Gracias al infatigable Ramón Fajardo conocí de su última estancia en Cuba, hacia 1960, mediante una entrevista recuperada por él de los arcanos de la revista Show, que dirigía el inefable Palmita. Se le ve junto a Adolfo Guzmán prometiéndole incluir en su repertorio Libre de pecado, canción con alcance de lied como no hay otra en la canción insular.
Nadie puede dudar de la autenticidad de Vicentico. Dígase su nombre y no hace falta saber que es Valdés, madera de bolerista y príncipe de la canción.