Pedro de la Hoz
Debería ser natural, entre los artistas cubanos, la relación de la pintura con el mar. De hecho existe un género extendido entre los paisajistas, la marina. Pero cuando se trata de Luis Martínez Pedro (1910-1989), uno de los maestros del arte cubano del siglo XX, la clasificación queda atrás: ni marinas de costa ni de alta mar, ni históricas ni portuarias, ni playas ni bañistas. Caso único este de quien nadie duda fue desde tierra firme un pintor del mar, revalorizado en los últimos tiempos por la crítica y los nuevos públicos.
Desde mediados de la pasada centuria, cuando se hablaba de Martínez Pedro inmediatamente aparecía la referencia a las aguas que rodean la isla. Su exposición personal de 1963, titulada Aguas territoriales, lo convirtió en un artista de renombre más allá de los círculos especializados, gracias a las reproducciones de las obras de dicha serie en publicaciones de amplia difusión y al uso de esas imágenes en artículos de consumo.
El pintor sabía que había encontrado un camino abonado para el reconocimiento social. Bajo el título Signos del mar y Otros signos del mar, desplegó nuevas realizaciones en los años 1969 y 1970 en Bellas Artes. La crítica contribuyó a fijar la noción exitosa de dichas series.
Al revisitar los cuadros y dibujos del artista, se puede tener una mirada mucho más equilibrada de su obra, y a la vez, ponderar cómo, por encima del entusiasmo y la moda, el creador dejó una huella apreciable en el abordaje temático por el que se le admira y recuerda.
Destaca el punto de vista del artista. A diferencia de la mayoría de los pintores cubanos que reflejaron el mar en sus producciones, Martínez Pedro dejó atrás el mero paisaje marino, observado desde la costa. Él pintó el mar, se sumergió en sus aguas, se situó como protagonista y testigo de esa cercana inmensidad.
El mar es puro mar, pero no cualquiera. Es el color de la corriente del Golfo, teñida por los sargazos, o la serena intensidad de los mares adyacentes a la isla en sus lugares de menor calado. Es a veces un gesto contemplativo y otras una turbulencia calculada. Aunque, casi siempre, deje en el espectador la inquietud de los desafíos.
La historiadora del arte y curadora Odalys Borges ha observado cómo el pintor realizó “experimentos en los que se hacen notar, con sus representaciones, realidades que existen; fenómenos ópticos y mecánicos que se dan en él, pero que solo unos pocos pueden ver: efímeros, inmediatos”.
Pero si algo sigue sorprendiendo en estas series, es la capacidad para desarrollar –y hasta agotar– el tema prescindiendo de toda noción figurativa, a partir de la abstracción. Y no es cosa de un simple coqueteo con esa estética de la representación pictórica, sino de un credo firmemente asumido por el artista desde mucho antes.
Hay que tener en cuenta la filiación de Martínez Pedro al movimiento abstracto cubano desde los años 50. Él fue miembro activo del grupo Diez Pintores Concretos, que se nucleó entre 1958 y 1961, año en el que expusieron en una muestra colectiva.
Todo comenzó por la idea de Loló Soldevilla de promover una abstracción que fuera más allá de la vertiente expresionista con que había irrumpido esa corriente estética a mediados de la década con el llamado grupo de Los Once. Soldevilla fundó, junto a su compañero de entonces, Pedro de Oraá, la galería Arte-Luz-Color en una moderna urbanización habanera, y fue sumando a los pintores Salvador Corratgé, Wilfredo Arcay, Sandú Darié, José Mijares, Rafael Soriano, Pedro Álvarez y Alberto Menocal, y, por supuesto, a Martínez Pedro.
Aunque afiliados al concretismo, no puede decirse que estos creadores cubanos asumieran al pie de la letra los principios de los iniciadores del movimiento. Recuérdese que tanto el inventor del término, el holandés Theo van Doesburg, como sus seguidores Max Bill y Jean Arp, predicaron el rechazo a todo referencia a lo natural, lo simbólico y lo objetivo, el predominio de la línea y la superficie en la composición y el triunfo de la forma sobre el color.
Ninguno de los diez pintores de la isla antillana podría ser entendido como practicantes de la ortodoxia concretista, menos aún Martínez Pedro, quien al inclinarse por la abstracción, nunca dejó de profesar la mística del simbolismo ni de conceder valor intrínseco a la paleta cromática.
Bastaría con observar las gradaciones del azul en sus cuadros de temática marina, los cuales, por demás, se comprometen con una visión simbólica de la realidad. No es casual que esa connotación fuera destacada por la crítica neoyorquina Merrily Kerr, al focalizar la presencia de Martínez Pedro en la retrospectiva sobre los Diez Pintores Concretos mostrada por la Galería David Zwirner, de Londres, en 2015.
Esta fecha marcó la reaparición del artista en los circuitos internacionales, una reinserción que parece tomar cada vez mayor fuerza.