Cultura

Amelita llenó de mambo a los argentinos

Amelita Vargas pudo estar mano a mano con Rosa Carmina, Ninón Sevilla, María Antonieta Pons, Mary Esquivel o Amalia Aguilar, pero su paso por México fue fugaz, apenas una breve temporada, siendo muy jovencita, por algunos casinos de la capital y El Patio de Vicente Miranda y Concha Vélez, en la colonia Juárez.

Primero miró al norte y luego al extremo sur del continente. En Estados Unidos matriculó en una academia de baile y tomó entrenamiento vocal. Solía contar que lo mejor que le pasó en ese país fue conocer a Rita Hayworth, su ídolo. Al poco tiempo, a mitad de los años 40 desembarcó en Argentina y echó pie en esa tierra. Los aficionados a los ritmos tropicales la bautizaron como La Reina del Mambo y vivió toda su vida, hasta hace unos pocos días en que murió a los 91 años de edad, honrando esa distinción.

Como todo mito, unos la elevan a cumbres inimaginables y otros se encargan de restarle altura. Lo cierto es que en la historia del teatro de variedades y el cine argentino Amelita Vargas dejó una huella imborrable.

La estela fílmica de Amelita comenzó a hacerse notar en Con el diablo en el cuerpo (1947), de Carlos Hugo Christensen. No era protagonista –los papeles principales asignados a Susana Freyre y Juan Carlos Thorry–, sin embargo, el director sabía para qué quería a la cubana: cintura, ritmo y gracia natural para situaciones cómicas.

Con esas cualidades a flor de piel, halló trabajo en la gran pantalla: La secta del trébol y Novio, marido y amante (1948), Un hombre solo no vale nada y Miguitas en la cama (1949), hasta llegar a Cuando besa mi marido (1950), de Carlos Schlieper, en cuyo éxito comercial tuvo mucho que ver.

El cronista Gabriel Plaza caracterizó su presencia en el cine con estas palabras: “A partir de su ductilidad para la comedia de enredos, el director Enrique Carreras la convocó para hacer dupla con el humorista Alfredo Barbieri. Los guiones eran una excusa para exhibir los cuadros musicales protagonizados por Amelita Vargas, donde bailaba y cantaba mambo, rumba y chachachá, con un swing incomparable. A la par de sus participaciones en la revista porteña en el Teatro El Nacional, Amelita actúa en el largometraje La procesión, de 1960, que negativas. La artista vuelve a su especialidad, la comedia, en Cleopatra era Cándida, protagonizada por Niní Marshall y Juan Verdaguer”.

Al cumplir 90 años, el periodista bonaerense Pablo Mascareño fue a su encuentro y descubrió cómo pasaba el tiempo en el hogar donde residía en la capital argentina: “Estar en su piso, ubicado en pleno Barrio Norte, es como transportarse a la mismísima La Habana, su entrañable terruño. A pesar de haber vivido mucho más en la Argentina, que en su isla natal, ella contagia el ritmo caribeño. Su departamento no balconea al Malecón sino a una calle angosta, atiborrada, con edificios enfrentados a tan pocos metros que casi podría saludar a sus vecinos extendiéndole la mano. Así es Buenos Aires. Ciudad desmesurada de cercanías y anonimatos. Son esos mismos vecinos los que, seguramente, desconocen que allí vive la gran dama, la emperatriz de ese género de caderas inquietas. La estrella seductora que hasta el mismísimo Juan Duarte, el hermano de Eva, quiso conquistar. Fotos, recuerdos y el aroma de los frijoles que aún prepara para sus amigos, convierten ese rincón, a metros de la avenida Santa Fe, en una sucursal del arbolado barrio El Vedado del centro de La Habana”.

En la evocación saltó un nombre: Juan Duarte. Nada menos que el hermano de Evita Perón. Jefe de despacho de su cuñado presidente, gestor del Fondo de Fomento Cinematográfico, hombre enamoradizo, blasonó de haber conquistado a Amelita. Esta siempre lo negó. Juancito tuvo un oscuro final: un año después de la muerte de su hermana, fue hallado con un disparo en la sien. Por esos días era investigado por supuestos actos de corrupción. De todos modos, la cubana le agradeció un gesto suyo: “Yo me movía tanto que se me había roto el vestuario en plena función. Eso hizo que se viera más de lo acostumbrado. ¡Se armó un lío bárbaro! yo no salía desnuda jamás. Así que lo llamé a Juan Duarte y me hizo una gran gauchada, como dicen acá. Gracias a él, se arregló todo, no hubo problema, fue muy amable conmigo. Juan Duarte iba siempre a verme. Le gustaba mucho como me movía, como bailaba. Pero nada más”.

Amelita agradeció también las lecciones de su vecino habanero Chano Pozo, quien le enseñó cómo bailar rumba. Chano es también una figura mítica por haber llevado los tambores a la banda de jazz de Dizzy Gillespie para crear juntos el cubop. La bailarina cubana traspoló los pasos de la rumba al mambo. Y así definió su fortuna.