Cultura

Un río en la pintura mexicana

Pedro de la Hoz

Rafael Coronel se parecía a muchos y no se parecía a nadie. Decía sentirse un pintor del siglo XIX, desarrolló su obra en la segunda mitad del XX y, ahora que no está, que se ha ido, estoy seguro ganará, más allá de las cotizaciones sujetas a los vaivenes del mercado, densidad apreciativa a medida que avance el XXI. En 1965, Luis Cardoza y Aragón tempranamente lo evaluó con palabras certeras: “La obra de Rafael Coronel, cargada de valores, no necesita de la palabra de nadie. Hace siete años lo vi como el surgimiento de un río en el mapa de la pintura mexicana”.

En los obituarios publicados por los medios a raíz de su deceso la pasada semana, se insiste en un tópico. Coronel expresionista. Discrepo de la etiqueta. Si en algunas de las realizaciones de su etapa inicial hubo ciertos contactos con procedimientos y facturas de la vanguardia europea que suele englobarse en las tendencias expresionistas, el zacatecano supo desprenderse a tiempo de estos. Acaso tendría sentido asociarlo con uno de los grandes maestros anteriores al surgimiento del término, el español Francisco de Goya. O más atrás, a los inquietantes juegos de luces y sombras del tenebrismo de Caravaggio. Esta última referencia la hizo explícita al pintar en 2006 el cuadro Caravaggio en Venecia. Coronel fue, es y será un realista poético. Nada menos, nada más.

Lo suyo fue buscar su voz y estilo hasta lograrlos. Hubo años de pintar más de cien obras y enredarse, además, con la escultura. Admiró a los muralistas, de hecho entró en la familia de Diego Rivera, al enamorarse y casarse con su hija Ruth, quien murió prematuramente en 1969, no sin antes dar a luz al único vástago de la pareja, Juan. Laboró en el taller del suegro cerca de veinte años. Sin embargo nunca se dejó seducir por el nacionalismo predicado por los grandes muralistas, aunque en el fondo compartiera la idea de expresar la identidad mexicana y su conexión con América Latina. En una de sus últimas entrevistas, a mediados de la actual década, confesó a su interlocutora Mónica Mateos: “Me esfuerzo en crear una obra que dentro de doscientos años hable de un país, de una época, de un espíritu colectivo”.

En esa misma entrevista –concedió pocas, no le gustaba responder preguntas, ni comparecer en público, prefería que las obras hablara por él– sintetizó cómo se orientó hacia la pintura:

“Lo de la pintada es algo que traemos de familia, en los genes. Mi abuelo decoraba iglesias, dibujaba las guirnaldas que adornaban las paredes. Cuando mi padre me platicó que Pedro, mi hermano, estaba estudiando pintura en México se me hizo una de las pendejadas más grandes que había pasado en la familia. Porque además llegaban sus cartas, donde pedía cinco o diez pesos para sobrevivir. En aquel tiempo los pintores jóvenes no comían de la pintura; ni los viejos, que además de pintar, tenían que dar clases en las academias. Cuando me fui a México, quería ser futbolista en el equipo América. Pero a mi padre le prometí que estudiaría para contador. Al llegar al Distrito Federal, me entusiasmé por la arquitectura, y luego gané, en 1952, un concurso de pintura que organizó el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana. Es un cuadro que hice con crayolas de cera sobre cartón (La mujer de Jerez), porque no tenía dinero para comprar óleos y telas. Pero así gané una beca anual de 300 pesos al mes, con los cuales podía sobrevivir y dedicarme a pintar. Traicioné a mi padre, pero le hice un bien a la patria. Fue la primera vez que expuse en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Pero el requisito para que me dieran la beca era que tenía que estudiar pintura en alguna escuela, así que me metí en La Esmeralda, de donde me corrieron dos meses después porque no hacía lo que los maestros querían”.

Su talento navegó con suerte. En 1956 Inés Amor, a cargo de la Galería de Arte Mexicano, le organizó una primera exposición personal e incluyó en su catálogo de representación. Esa fue la mejor plataforma posible para su lanzamiento. Bellas Artes lo acoge en 1959, es incluido en la muestra inaugural del Museo de Arte Moderno del Distrito Federal, y en 1965 conquista en la Bienal de Sao Paulo el premio Bienal de Córdoba al Mejor Pintor Joven de Iberoamérica presente en el certamen.

A propósito de este reconocimiento, Cardoza y Aragón escribió una admirable y sustanciosa crónica en la que dice: “En la Bienal de São Paulo su obra estaba casi sola entre la gran corriente abstraccionista de distintas tendencias. La mayor parte de los artistas de su generación no son realistas. Hasta por ello resaltaba su presencia. Por encima de las tendencias se ha de destacar siempre el estilo que no es de ningún otro sino de quien lo crea y se crea con él. Su pintura –original y propia– es una de las expresiones más delicadas de la plástica contemporánea de México”.

Y más adelante: “Para mí lo que más cuenta es la personalidad, la voz propia, el sentido original para vivir la forma. No es una obra novedosa la de Rafael Coronel. Es mucho más: una obra distante de lo novedoso, fecunda por su novedad raigal. (…) En poco tiempo, Coronel se libró de esa impaciencia al ahondar en sí mismo, al precisar lo suyo y enfrentarse creadoramente al presente y al futuro”.

Apegado a estos principios, Coronel prosiguió su empeño: exposiciones personales y colectivas en Estados Unidos, Europa y otros países latinoamericanos; más premios y distinciones, como el que le otorgó la Bienal de Tokio en 1974, y siempre con sus figuras que evocan monjes, magos, alquimistas, demiurgos medievales que desde el fondo de los tiempos nos revelan coordenadas, pesadillas y promesas de los seres humanos de nuestro tiempo.