Por Emiliano Canto Mayén*
El 13 de febrero de 1955, los católicos muy devotos celebraban a San Mauro y San Esteban y, en Hunucmá, Alfredo Sosa y Carlos Hubbe toreaban ante una multitud. Como todos los años, desde tiempo inmemorial, el coso taurino festejaba con gritos y aplausos. El alcalde y los connotados de la entonces villa presidían un palco especial mientras que el resto del público, apretujado en el tablado rústico, se divertía despreocupada y bulliciosamente.
Entonces, las tragedias son dramas impredecibles, parte de la estructura de madera se derrumbó y, entre alaridos, sustos y heridas, cayeron los cuerpos unos sobre otros. Algunos, los menos, reaccionaron con celeridad y se lanzaron hacia el ruedo, más de un padre cargó a sus hijos en ambos brazos. Una de las bestias, de piel negra como una noche sin luna, quedó hecha de piedra ante la avalancha de gente que, de improviso, invadió la arena.
Hubo muertos, también lesionados de gravedad. Algunos de los testigos que aún sobreviven me han relatado el espanto y las pesadillas que les ocasionó esa jornada la ida y vuelta de las ambulancias, con sus sirenas encendidas. Las últimas dieron su gira hasta la madrugada del día siguiente.
Algún tiempo después, M. Medina imprimió, con una imagen de la Justicia y su balanza en manos, un corrido titulado “La horrible catástrofe de Hunucmá”. Esta composición de carácter popular tiene su encanto y despierta cierto interés tanto a sabios como a profanos. Esto a pesar de la menguada inspiración de su autor y de la acumulación de lugares comunes, junto con hiatos lamentables. Este par de motivos y el temor que estas rimas se pierdan para siempre, me han hecho transcribir sus versos; los cuales, en mi opinión, debieran haberse incluido en una de las muchas obras sobre las composiciones tradicionales del país. El poema va así:
Con sin par tristeza
vengo a relatarles
una terrible tragedia
que ahí en Hunucmá,
por cruel y dantesca,
en muchos hogares
dejó luto y pena
por triste y fatal.
Serían más o menos
cuatro de la tarde:
jamás de mi mente
se habrá de borrar;
cuando más contentas
se hallaban las gentes,
la plaza de toros
se vio derrumbar.
La tarde inclemente
de aquel día domingo
había aparentado
no haber novedad,
y entre el regocijo
de la fiesta brava,
nos llegó la muerte
de lleno a buscar.
Esto fue horroroso,
queridos amigos,
jamás había visto
ningún caso igual:
hombres y mujeres,
ancianos y niños
al cielo angustiosos
clamaban piedad.
Bajo el peso enorme
de la muchedumbre
se oían los gritos
de la Humanidad,
algunos ya muertos
otros mal heridos,
casi agonizantes,
sin poder hablar.
Pequeñas creaturas
también perecieron
en este siniestro
trágico y fatal:
nativos, foráneos,
que eran peregrinos,
ni en sueño tuvieron
lo que iba a pasar.
Es la inevitable
cita con la muerte,
que nadie sabemos
dónde habrá de ser,
si en casa o camino
sea nuestro destino,
tal vez ya impaciente
llegue a sorprender.
En su desconsuelo
muchas madrecitas
al ver que a sus hijos
les tocó perder,
elevan sus cuitas,
al Gran Padre Eterno,
les brinde en su Reino
la Paz de su Edén.
Doscientas quince almas
fueron rescatadas;
diez y ocho los muertos
que en triste ocasión:
unos son tratados
en los Hospitales,
los demás se fueron
al fin al Panteón.
En fin, camaradas,
doy fin al relato
de esta gran tragedia
que no han de olvidar:
que sólo dejará
amargos recuerdos
en trágica tarde
ahí en Hunucmá.
Para concluir, quisiera sacar a cuento algunas ideas que Vicente T. Méndoza anotó en sus Glosas y décimas de México. En la introducción de aquel libro, este paciente investigador recuerda que a nuestros ancestros les gustaba escuchar las noticias cantadas o declamadas con el acompañamiento de la guitarra o del arpa. Por ello, corridos como el de M. Medina merecen preservarse, pese a sus imperfecciones, porque sus palabras sencillas y espontáneas son reflejo del habla popular, mexicana y yucateca.
* Doctor en Historia.