Cultura

Emiliano Canto Mayén

Los lectores mexicanos tienen muy olvidada, y sin razón válida, la novela de un guatemalteco extraordinario. El personaje se llamó Antonio José de Irisarri y su obra autobiográfica, publicada el año de 1847, lleva por título El cristiano errante.

Nació Antonio José en la ciudad de Guatemala el 7 de febrero de 1786 y, tan solo para trazar un símil, fue diez años más joven que José Joaquín Fernández de Lizardi, novelista conocido como el Pensador Mexicano. El guatemalteco fue hijo de un rico mercader cuya casa comercial entabló ventajosos y fructíferos negocios en la Ciudad de México, Oaxaca, Lima, en Perú, y Valparaíso, en Chile. Gracias a los recursos paternos, la educación del escritor fue esmerada y, a sus diecinueve años tenía ya conocimientos estimables de la literatura grecolatina, española, francesa, inglesa e italiana. Como todo enamorado de las musas, ya en aquella época temprana de su vida, Irisarri comenzó a componer versos, sencillos, ingeniosos y que sugerían su vena irónica y satírica. Moralista sonriente, a diferencia del enfadoso Pensador Mexicano, la vida de Antonio José dio un vuelco a la muerte de su padre y la riqueza de este, esparcida por distantes puntos del continente americano, motivaron que su hijo emprendiera viajes a los virreinatos de la Nueva España y del Perú para arreglar las cuentas de una jugosa, pero enrevesada, testamentaría.

Aquí comenzaron las aventuras de Irisarri, quien tuvo que embarcarse, cruzar en mula por los desfiladeros de Chiapas, admirar los sembradíos de cacao en Centroamérica, apersonarse en un sinfín de instancias y juzgados y conocer, de este modo, a una multitud de personalidades de la alta y baja sociedad. Este ir y venir, aunque le pesara y lo lamentara en cada uno de sus escritos, hicieron del guatemalteco un viajero infatigable que, gracias a su talento, saber y elocuencia, terminó inscribiendo su biografía en importantes episodios de la historia política de Guatemala, Colombia y Chile, entre otras naciones hispanoamericanas.

Corría el año de 1847 e Irisarri vivía en Colombia, a instancias del presidente Tomás Cipriano de Mosquera. Este político había invitado al correcto escritor a dirigir el periódico oficialista que, en un principio llevó el título de Nosotros, Orden y Libertad. Sin embargo, un día Antonio José se enteró de una habladuría que corría en torno suyo, los colombianos que conocían sus interminables cambios de país y cargos en múltiples naciones, dijeron por gacetilla que el Judío Errante era el redactor del periódico Nosotros, Orden y Libertad. Irisarri se ofendió de tal apelativo, pues la genealogía de sus ancestros lo hacían creerse cristiano viejo. De inmediato cambió el título de su periódico al de Cristiano Errante y, desde los primeros números de aquella publicación, que vio la luz en agosto de 1847, comenzaron a imprimirse, por entregas, los dieciséis capítulos que componen su biografía novelada.

El cristiano errante de Irisarri ya ha sido comparado por J. Anderson, con su discreción característica, con El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi. Aunque El Periquillo se publicó en 1816 y El Cristiano en 1847, estas novelas hispanoamericanas del siglo XIX tienen grandes parentescos; ambas fueron escritas por aventajados lectores de Jean-Jacques Rousseau y, lejos de ser héroes románticos, los protagonistas de estos relatos son pícaros al estilo del Guzmán de Alfarache, el Gil Blas de Santillana o el Lazarillo de Tormes. Igualmente, tanto Irisarri como Fernández de Lizardi tienden con mucha facilidad al sermón, cada acto, escena o diálogo de sus capítulos desencadena una profunda, erudita, reflexión moral sobre la educación, el gobierno, las mujeres y las buenas lecturas entre mil otras problemáticas de aquella lejana centuria. Sin embargo, en este sentido, Irisarri es más amable que el Pensador Mexicano, tal vez porque vivió más que este último y sus episodios y frases aún generan sonrisas, como cuando critica que las damas de alcurnia abusen de la palabra “caca” o cuando censura a una joven que mató un gato por la forma en que este felino cazaba a un ratón; filípica genial que debieran estudiar a detalle los ecologistas de este milenio frívolo.

En cuanto a su trama, El cristiano errante es el relato de la vida de Romualdo de Villapedrosa, hijo mimado de un rico que a la muerte de su progenitor tiene que viajar por la América de habla hispánica. A Villapedrosa, cual Gulliver, le contravienen todas las desgracias del mundo, cuando su navío no es apresado por los piratas ingleses, una tempestad amenaza con llevarlo a pique. Cuando viaja, cual un Honoré de Balzac, planea fundar una hacienda de cacao y calcula con el primor de un secretario de Hacienda y Crédito Público. A su paso por Oaxaca, Romualdo conoce a Dolores y ambos se enamoran perdidamente, él la llama Dorila cual si fuera una pastora de la Arcadia. Ante la felicidad de los parientes de la joven, Dorila y Romualdo se comprometen en matrimonio.

Luego de una demora demasiado larga para los negocios, Villapedrosa tiene que marchar a la ciudad de los palacios, donde su mala suerte le alcanza. Pese a que cuenta con los servicios legales del mejor abogado de la época, el señor Pomposo Fernández de San Salvador, los papeles y las cuentas están hechas un desastre total. Romualdo se ve implicado en un intento de rapto y uno de sus deudores intenta casarlo con su hija, una joven rebosante en carnes cuyo repudio por parte de Villapedrosa nos remite al milenario debate filosófico sobre si una Venus carnosa es más atrayente y sensual que una flaca. En fin, con estas pinceladas basta para imaginarse los colores y estilo de El cristiano errante, a quien todo pareciera alejarlo de su amada y bella Dorila.

Para los lectores mexicanos y los eruditos de nuestra historia, El cristiano errante es lectura obligada tanto como Don Catrín de la Fachenda. Lo considero así puesto que las descripciones, sencillas pero elocuentes, con las que Irisarri pintó los paisajes de Oaxaca, la buena sociedad de la ciudad de los palacios y los pueblos indígenas de Chiapas nos permiten, a más de dos siglos de distancia, percibir atmósferas y conocer lugares que, inevitablemente, han mutado en algo muy distinto. Es por lo escrito anteriormente que, en mi opinión, Antonio José de Irisarri logró, en el primer y único volumen de El cristiano errante, una gema bien pulida de ese patrimonio portentoso de libros que hablan fielmente de México.