Cultura

Pedro de la Hoz

Dentro y fuera de Cuba, no pocos pensaron que Ramiro Guerra iba a ser eterno. Pasaban los años –llegó a cumplir 96– y estaba ahí, atento a lo que sucedía en el mundo de la danza, ocupado en transmitir memoria y experiencia a todo el que lo deseara. El primer día de mayo se conoció la infausta noticia: Pedro Ramiro Guerra Suárez, el creador de la danza moderna en la isla antillana, había muerto.

La familia lo hubiese querido abogado, pero el jovencito que se asomó a las clases de Alberto Alonso, el cuñado de Alicia Alonso, en la Sociedad Pro Arte Musical de La Habana, concluyó que su vocación estaba en el arte del gesto y el movimiento. ¿Ballet clásico, en puntas? Podría ser una opción. De hecho, con sus condiscípulos de Pro Arte participó en las producciones escolares de El príncipe Igor y Petroushka. En 1946 inició su carrera profesional con el Ballet Ruso del Coronel Basil, que lo llevó a Estados Unidos.

Entonces comenzó otra historia al conocer a Martha Graham. Con ella aprendió que danza es sinónimo de libertad e infinitas posibilidades creativas. La Graham sirvió de puente para completar su formación con Doris Humphrey y el mexicano José Limón.

Revisando viejos recortes de prensa, descubrí unas palabras suyas que no podían faltar en esta nota, pues tienen que ver con México, país que de algún modo inspiró la aventura fundacional del maestro: “La danza moderna hace esfuerzos por imponer su estética y técnica en nuestro medio. Esta vía de expresión, reacción ante el convencionalismo balletístico, rica en contenido dinámico y en libertad expresiva, posee una fácil asimilación de las corrientes nacionales de danza, como lo ha probado el reciente florecimiento de la Danza Nacional Mexicana. Un futuro desarrollo de esta tendencia con un inteligente enraizamiento en las corrientes folclóricas dará un poderoso resultado para la danza nacional”.

Esto no quiere decir que haya que renegar del ballet. De hecho, al regresar a Cuba en 1950, haya cabida en el Ballet de Alicia Alonso, donde monta Habana 1830 y Toque. Tras el intento de contar con compañía propia en España, vuelve al seno del colectivo de Alicia, que le cede espacio para desarrollar un taller experimental de danza en 1956 y estrenar Llanto por Ignacio Sánchez Mejía y Sensemayá, con música del mexicano Silvestre Revuelta. Cuando la tropa de Alicia recesa, debido a la desatención del gobierno tiránico de Batista, Ramiro acometió en 1957 otro proyecto innovador, al que llamó Grupo Nacional de Danza Moderna.

Solo con el triunfo de la Revolución pudo desplegar sus ansias. Fundó el Departamento de Danza Moderna del Teatro Nacional de Cuba y creó el Conjunto Nacional de Danza Moderna, hoy rebautizado como Danza Contemporánea de Cuba, cuya dirección estuvo a su cargo hasta 1971.

En esta compañía dio rienda suelta a su imaginación, formó coreógrafos y bailarines imbuidos en los principios de la más plena libertad creadora y probó que era no solo posible, sino necesario imbricar la danza moderna con el folclor cubano. A México mandó a buscar a Elena Noriega, quien tuvo en el conjunto una plataforma de proyección artística.

Sus obras más representativas de dicha etapa fueron Tres danzas fantásticas (1960), Mulato Mambí, El milagro de Anaquillé, Auto sacramental y de manera muy especial Suite yoruba (1961); La rebambaramba (1962); Liborio y la esperanza (1963); Danza para trabajadores, Improntu negro, Entreacto barroco e Invención para cinco (1964); Orfeo antillano (1966); Chacona (1968); Ceremonial de la danza y Medea y los negreros (1970), e Improntu galante (1971).

Este último año, mientras montaba Decálogo del Apocalipsis, distorsiones transitorias en la aplicación de la política cultural del Estado revolucionario –período conocido por el Quinquenio Gris– y el caldo de cultivo de la envidia, se cebaron en la compañía y desplazaron a Ramiro Guerra de su dirección.

De aquel experimento recordó años después: “En el mundo de la danza, fui protagonista de uno de atrevidos acontecimientos que, por supuesto, no fue en absoluto bien visto por el estatus cultural rector en aquel momento. El Decálogo del Apocalipsis poseía diversas desacralizaciones con respecto al espectáculo danzario vigente por aquellos días. Primero, la ruptura de espacios, por efectuarse al aire libre en diversos exteriores del Teatro Nacional de Cuba que daba su frente a la Plaza de la Revolución. Segundo, la relación con el público que debía seguir el espectáculo, por dos horas, a lo largo de todo el vasto edificio. Tercero, el uso de textos cantados, declamados y hablados por los bailarines y, por último, el tratamiento de la temática sexual con un enfoque como no había sido tratado en nuestro mundo danzario, a través de una burlesca carnavalización general del espectáculo. (…) Tal vez por no haberse estrenado nunca, ha quedado en mí como la mejor de mis obras”.

Más tarde fue llamado a trabajar con el Conjunto Folclórico Nacional (Trinitarias y Tríptico oriental), pero sobre todo enrutó su labor hacia la teoría e investigación. Textos como Apreciación de la danza, Calibán danzante, Coordenadas danzarias, Una metodología para la enseñanza de la danza moderna, Teatralización del folclor y otros ensayos, Eros baila y El síndrome del placer constituyen un cuerpo imprescindible para pensar la danza en estos tiempos.

De su experiencia quedan estas palabras: “Yo veo la danza como un gran espectáculo donde el bailarín no sólo sale a bailar, sino que, además, tiene que hacer muchas cosas más: actuar, en un momento determinado emitir sonidos; en fin, estar dentro de un ámbito teatral de mucha repercusión. Con ese objetivo entrené a mis bailarines. Todos los signos sensoriales que elaboro y lanzo al público en una danza son muy intensos, él debe recibir sensorial y emocionalmente algo muy fuerte. He llegado a utilizar hasta olores en mis obras. Creo que la danza debe estar ligada al impacto que significa el teatro en la vida cultural del hombre”.