Pedro de la Hoz
Juan Domingo no fue el único; no se sabe cuántos viudos y huérfanos sufrieron, y todavía sufren, la muerte de Eva Duarte de Perón. En el centenario de su nacimiento, ayer martes, decenas de miles de argentinos conmemoraron la persistencia de uno de los símbolos más enraizados en el imaginario popular de la nación austral.
Había que ver, por ejemplo, a las cien mujeres que vestidas a lo Evita marcharon por el centro de Buenos Aires para recordarla. O la avidez del público que asiste a la Feria del Libro de la capital argentina en busca de títulos relacionados con ella. O la acogida a la exposición, en el museo que lleva su nombre, de los juguetes que entre 1947 y 1955 repartió la Fundación Eva Perón a los niños argentinos, práctica que impulsó el desarrollo de esa rama de la industria nacional.
La evocación recorrió diversas escalas: la mujer que ascendió del pueblo y nunca se apartó de él, la santa que lo cura todo; la abanderada de los pobres, la Robin Hood con faldas, la transgresora, la ultrajada, la innombrable que tirios y troyanos no cesan de nombrar. Para colmo murió joven, a los 33 años de edad, víctima de una enfermedad, cáncer de útero, que muchas mujeres superan hoy día gracias a los avances actuales de las técnicas diagnósticas y terapéuticas.
Peronistas y antiperonistas no pueden prescindir de ella. La inmensa mayoría jamás vio la figura delgada, ni admiró el rostro fotogénico, ni recibió por vía directa el aura que se desprendía de cada uno de sus gestos. Vinieron al mundo después y han tenido que habérselas con verdades y mentiras, canonizaciones e invectivas satánicas, ocultamientos y revelaciones.
Un mito de tamaña proporción inevitablemente ha recorrido las instancias de la creación artística y literaria, y, por supuesto, generado montañas de textos que desde el rigor histórico o la especulación tratan de explicar el fenómeno.
Es posible encontrar una recopilación testimonial como Quince mujeres hablan de Eva Perón, de Lilia Lardone, en la que desde diversos puntos de vista abordan las contribuciones de la esposa del mandatario a la lucha por la igualdad de género y el empoderamiento femenino.
O un libro como La agente nazi Eva Perón y el tesoro de Hitler, de Marcelo García, supuestamente basado en pruebas documentales –cita nada menos que papeles desclasificados del archivo del todopoderoso y execrable capo del J. Edgar Hoover– con las que arma una delirante historia acerca de cómo la Duarte de Perón negoció durante una estancia en Suiza en 1947 el traspaso del tesoro nazi a Argentina.
Mucho antes de que ese texto viera la luz, Benito Llambí, quien fungía como embajador de Argentina en Berna, escribió en Medio siglo de política y diplomacia (1997): “Doy testimonio fehaciente que Eva Perón no pisó un banco ni realizó ninguna gestión ni trato financiero de ningún tipo (…). En general los escritores o periodistas que tratan el tema se citan entre ellos, repitiendo más o menos la misma historia, pero nunca he podido encontrar en lo que escriben un solo elemento documental que acredite tamañas afirmaciones. Habiendo sido testigo y protagonista de este viaje, cada vez que se reiteran estos relatos me pregunto hasta cuándo desprevenidos lectores deberán seguir sufriendo esto”.
Sin dejar de levantar polémica, el tratamiento del mito Eva Perón por parte de Tomás Eloy Martínez trasciende la verdad histórica para ser ella misma una realidad poética. Santa Evita (1997) es una novela posbiográfica, pues aborda los avatares del cadáver de la protagonista, del largo y tortuoso destino de su cuerpo embalsamado antes de ser sepultado finalmente en Buenos Aires. Alguien dijo que se trataba de una novela policial en donde no hay que encontrar al asesino, sino al muerto.
La construcción poliédrica del discurso narrativo fue una elección consciente de Martínez, para escapar de los tópicos de la historia que se da por cierta. Al respecto dijo: “En países donde la desconfianza por la veracidad de los documentos está en relación directa con la desconfianza que suele suscitar el poder político, lo que cuenta es lo que la comunidad, por un consenso tácito, subterráneo, establece como verdadero, a veces a contramano de lo que se predica en los diarios o en los discursos oficiales”.
Más que las ficciones históricas sobre la protectora de los descamisados –altamente recomendable también la novela Juan y Eva, de Jorge Coscia–, la imagen que medio mundo tiene de la mujer es la de la película basada en la ópera rock de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice estrenada en 1978 en el West End, de la capital británica.
Evita (1996), de Alan Parker, consiguió poner a su protagonista en la órbita planetaria, al punto que no pocos le han puesto al personaje histórico el rostro y la voz de la cantante y actriz que la representa, la inefable Madonna. Dicho sea de paso, Parker dijo que antes de decidirse por ella pensó en reclutar a Meryl Streep o Michelle Pfeiffer.
Divismo aparte, la interpretación que hizo Madonna de You must love me, ganadora del Oscar a la Mejor Canción Original de ese año, resultó impecable. Lo mismo sucedió con Don’t cry for me, Argentina, para mí la más conmovedora pieza de la obra. Aunque a la hora de escoger, me quede con la versión de Nacha Guevara.