Joaquín Tamayo
El escritor Ricardo Garibay fue uno de los valores literarios que México no apreció en su momento. Se cumplen ahora 20 años de su muerte. Su obra es todavía vital y plena y cautivadora por el exuberante realismo que la sostiene. Desde el estilo, hasta los asuntos de fondo y el verismo de sus personajes. Sin embargo, pudo más la fiera imagen (un adjetivo muy suyo) que edificó de sí mismo en comparación con la magnética potencia de su prosa.
Fue uno de los mejores narradores de su generación, apenas detrás de Juan José Arreola, José Revueltas y Juan Rulfo, y por delante de muchas figuras menores que gozaron de reconocimientos en vida y que no poseían méritos suficientes. El problema radicó en su carácter pendenciero, en sus ansias de confrontación, en su a veces arbitraria manera de descalificar a sus colegas e incluso de negar a sus amigos. Era ególatra. De ese claroscuro el cineasta Ismael Rodríguez dio un ejemplo en sus Memorias: “(…) El mejor dialoguista que ha tenido el cine mexicano, nada más que muy difícil de trato, un megalómano al que le tenía que decir Ricardo Dios Garibay”. Irascible, arrogante, ofensivo porque vivía a la defensiva, histriónico hasta el delirio, casi casi nefasto para el ánimo. “Ese es un quídam, aquél un bellaco”, decía señalando a uno y otro en entrevistas y en sus columnas o paraderos literarios, como solía llamarles. En varias ocasiones le asistía la razón. Eso sí. Temperamental y beligerante, obtuvo el rechazo del aparato de cultura cuyo mecanismo lo intentó marginar pese a que sus libros siempre tuvieron el favor de los lectores.
Verbo de sol a sol
Nacido en Tulancingo, Hidalgo, en 1923, Ricardo Garibay probó diferentes y variadas tentativas ocupacionales en su juventud; no obstante, supo desde adolescente que sería escritor y a esa tarea se consagró con una disciplina y una humildad monacales. Nadie como él para trabajar con rudeza el pálpito del verbo de sol a sol, para encontrar el oro de la expresión novedosa y a la vez bravía, para perfilar ya no personajes, sino seres humanos vulnerables, contradictorios, iracundos, iluminados y frenéticos, entre los que invariablemente estaban las mujeres y él. Por supuesto, Ricardo Garibay fue su propio personaje en una época en que hablar de uno mismo era motivo de prejuicios y sacaba a relucir los más graves complejos sociales. Fiera infancia, Beber un cáliz y Cómo se gana la vida son crónicas noveladas de fuerza centrípeta, fluyen hacia adentro, introspecciones de buena cepa, donde la sombra del padre capitaliza el destino del niño, del joven y del hombre Ricardo Garibay.
Ninguna figura reunió en la existencia del escritor tanto amor y tanto odio como su progenitor. Si en el poeta Jaime Sabines el padre lo es todo, en Garibay es la sombra amenazante y dolorosa, brutal y descarnada; la violencia de esa relación habría de forjar al narrador atrabiliario y al hijo incapaz de alcanzar la aprobación del propio padre. La suya fue, en cierta medida, una literatura de la venganza y de la sanación, al mismo tiempo. En ese sentido, hay en sus páginas muestras de genuina belleza amorosa, al ras de la idolatría. El desenlace conmovedor de Beber un cáliz lo enfatiza con pasajes de profunda desolación, de pérdida incomprensible, ante la muerte del patriarca de su familia.
En los años sesenta del siglo pasado, luego de haber ejercido una carrera en el guionismo cinematográfico, el novelista retomó su trayectoria literaria con obras del alcance de La casa que arde de noche, ganadora de premios nacionales e internacionales, y una de las más logradas piezas en el tema siempre espinoso y socorrido del burdel y la prostitución. Par de reyes, ya en los setenta, lo dejó realmente satisfecho. Esta novela provino del guion de la cinta Los hermanos del hierro. Tres décadas después, Garibay volvió al argumento y terminó por darle el pulimiento novelístico que requería para ser otro libro.
Con historias rurales y urbanas, el escritor desarrolló los géneros que le quedaron a mano: el cuento, la novela, la noveleta, el reportaje y la crónica; experimentó con el teatro aunque sin fortuna. Hubo diversas cimas en la carrera de Garibay. Una de ellas, la crónica. Bellísima bahía, Acapulco, De lujo y de hambre o Lo que ve el que vive constituyen un acervo que se antoja insuperable, debido a los distintos registros que aborda en cada uno de esos relatos de vasta extensión. Es aquí también el instante en el que empieza a ser reconocido por su talento para recrear el habla coloquial, el caprichoso acento de la calle. El libro Diálogos mexicanos es una forma plástica, dúctil, de presentar la crónica, alternando ágiles parlamentos con breves intervenciones descriptivas. Sin embargo, Las glorias del Gran Púas es la pieza en la que el escritor entregó su experiencia y su poder de invención con el propósito de construir el fresco más penetrante que se ha escrito en español sobre el boxeo y el ambiente tóxico que le rodea. Durante meses, Ricardo Garibay siguió al entonces campeón gallo, Rubén “Púas” Olivares, sin lograr la entrevista de semblanza que había planeado. La crónica trata, precisamente, de esa imposibilidad, pero nada le impidió construir una cruda radiografía sobre el entorno del boxeador: los parias, la marihuana, el alcohol a raudales, el despilfarro y los desplantes de Olivares y su séquito son el hilo conductor a través de sus propias palabras. A la inversa de Par de reyes, esta crónica se convirtió en película luego de su éxito editorial. Indudablemente, Ricardo Garibay trascenderá a muchos escritores que en su época “brillaron” más que él; será necesario releerlo para entablar contacto con una sociedad que examinó a conciencia y que ya no existe más, y también deberemos volver a sus libros para conocer a un escritor cuya honestidad significó valentía, porque si bien es cierto que Garibay descalificaba a los demás a diestra y siniestra, es pertinente comentar que, de entrada, aplicaba ese criterio para analizar su trabajo. El buen juez por su casa empieza, repetía. En Lo que es del César, el novelista reconoce que escribir por encargo es escribir de veras. Fue uno de los pocos escritores profesionales en esa época, uno de los pocos en vivir solo de su palabra y quizá el único que se atrevió a decirlo, a escribirlo en voz alta. Pues nada más adverso a su persona que la falsa modestia. “Eso déjeselo a un quídam”, habría dicho el autor.