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Cultura

El país de Rey Rosa

Pedro de la Hoz

Nadie se llame a engaño. Toó no es Guatemala y al mismo tiempo lo es. ¿O pudiera ser la Honduras donde Berta Cáceres fue asesinada por defender los derechos ambientales de la comunidad originaria frente a la depredación del capital?

Dice el autor que en las páginas de su novela no habita el realismo mágico y habla de realismo puro y duro. Sin embargo, cuando se repasan descripciones como la que transcribo –“detrás de la casa estaban los canales de agua turbia y mansa, criadero de jaibas, bagres y cuatrojos, rectos y largos como la playa, abiertos por los tátara tatarabuelos de la nana para llevar sus mercancías en cayucos de palo desde Tapachula, en México, hasta Sonsonate, en El Salvador, como ella contaba, aunque el dueño de la casa, un hombre rico, conocedor de una historia muy distinta, la contradecía”–, se respira inevitablemente en las palabras el aliento de las prosas de Rulfo y García Márquez.

Con esto quiero decir que, al margen de etiquetas, El país de Toó, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa interesa y atrapa por contar una historia común a la realidad centroamericana y hacerlo con garra, sinceridad y oficio en el manejo del lenguaje.

Desde hace unos meses la novela, publicada por Alfaguara, está dando batalla en los predios literarios, mientras poco a poco gana lectores; seducidos unos por un desarrollo ficcional que asimila recursos del thriller, otros por la probada capacidad del escritor para conjugar trama y contexto.

Al reseñar la obra, el español Jorge Riet subraya la urdimbre de “situaciones extremas, llevadas al límite” y el despliegue de “una realidad asfixiante, con poco espacio para la esperanza”, donde “la violencia, la propiedad, las armas, el poder, las tradiciones, el sexo, la palabra, la soledad, la superstición, el cáncer de la corrupción, la pobreza, la muerte, la solidaridad, el amor, la injusticia, los intereses económicos globales, juegan su singular partida en estos territorios desprotegidos”.

Y ese territorio se parece demasiado a unos cuantos que nos quedan cerca. Sin adelantar la trama –un reseñista que se respete no debe ofrecer detalles del argumento– diré que el núcleo narrativo parte del conflicto entre los moradores de una comunidad maya y el poder que amenaza con arruinar el lugar donde aquella se asienta. El enfrentamiento tiene en el centro un proyecto de explotación minera.

Rey Rosa es novelista y como tal se atiene a los códigos del género. El lector avisado, luego de meterse hasta el fondo de las páginas del libro, debe saber que detrás de la ficción está la más cruda verdad.

La ideología neoliberal ha echado a rodar unos cuantos mitos sobre las prácticas extractivas frecuentes en nuestra región, entre ellos los beneficios en términos de bienestar y desarrollo de las inversiones en la minería, la generación de empleo y la ética ambiental de las empresas.

Uno a uno se derrumban esos mitos: las inversiones persiguen explotar los recursos en el menor tiempo posible con las mayores ganancias para un capital que termina fugándose de los países, la minería sigue siendo una actividad marginal en el Producto Interno Bruto de las naciones centroamericanas que apenas emplea entre el 0.2 y el 2.3 % de la población económicamente activa de Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua (datos certificados por el Centro Hondureño de Promoción del Desarrollo Comunitario), y, sobre el cuento de la “minería verde”, está comprobado que cada enclave gasta en un día lo que una familia campesina promedio en cinco años.

Ignoro si cuando escribía la novela Rey Rosa llegó a leer una nota publicada en el diario guatemalteco de orientación liberal Prensa Libre por el político y académico Jonathan Menkos bajo el título “Se debe suspender la minería en Guatemala”.

Allí se decía: “La minería no se genera al margen de los habitantes y de sus creencias, y tampoco está por encima del marco legal que garantiza a los ciudadanos el derecho a decidir sobre la utilización de los recursos naturales. En 2010, de los cien municipios que contaban con licencias mineras, se reportaban conflictos sociales en 77. Las principales fuentes de conflicto estaban relacionadas con el deterioro ambiental –agua y deforestación– y con la percepción de que las instituciones públicas relacionadas con recursos naturales son ilegítimas para mediar ante los conflictos, pues se perciben como promotoras de su explotación y opacas en la difusión de información”.

A los sesenta años de edad, Rey Rosa es uno de los escritores latinoamericanos más celebrado por la crítica. Ha publicado una decena de novelas, entre las que destacan La orilla africana (1999), El material humano (2009) y Los sordos (2012). En 2015 mereció el Premio Iberoamericano de las Letras José Donoso.

Acrca de su percepción de los pueblos originarios de su país y su reflejo en El país de Toó, ha declarado: “Soy muy pesimista respecto al género humano en general, y no creo que ninguna etnia sea una excepción. Pero el hecho de observar con atención a los débiles hace que de estos resalten ciertas virtudes. Los indígenas, al menos en Guatemala, son una suma de comunidades que viven en una gran austeridad, estoicismo y ascetismo. No han pasado la prueba de estar en el poder, que es la más difícil. Pero en el juego maniqueo de buenos y malos, de mayas y no mayas, para mí son ellos la parte simpática. Los que padecen los abusos. Y el hecho de resistir embates tan fuertes y constantes de despojo hace que los mire como pueblos encomiables”.

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