Cultura

Edmundo Aray o el buen sentido de la palabra bueno

Pedro de la Hoz

Ante los elogios, Edmundo Aray empequeñecía. Lo suyo fue servir; ni gota de vanidad había en su alma. Alguna vez, entre amigos, conté que en él se sustanciaban aquellos memorables versos de Antonio Machado: “…más que un hombre al uso que sabe su doctrina / soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Solo que nunca, por pudor, se daría a sí mismo esa condición.

Desde Venezuela nos llega la mala nueva de la muerte de Edmundo y muchos, allá, acá, en varias partes, lamentamos la pérdida de uno de los más recios intelectuales latinoamericanos de nuestra época.

No calculé que ya sumaba 83 años de edad. En efecto, había nacido en 1936 en Maracay, pero desmentía el paso del calendario con su incesante y persistente actividad.

A él llegué por la poesía. Lo seguí verso a verso en poemarios como La hija de Raghú (1957), Nadie quiere descansar (1961), Tierra Roja, Tierra Negra (1968), Cambio de soles (1969), Libro de héroes (1971), y Cantata del Monte Sagrado (1983). En La Habana me dedicó un ejemplar de Antología poética: la vida a la muerte unida, que resumió parte de su cosecha lírica hasta el final del siglo pasado.

Mucho antes de que asumiera la dirección de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, lo entrevisté en una de sus frecuentes visitas a La Habana, ciudad a la que arribó por primera vez en 1965 para fungir como jurado de poesía del Premio Casa de las Américas. De aquel encuentro reproduzco estas palabras:

“César Vallejo, más que el Neruda del Canto general, ha hollado a los poetas de mi generación; y no hablo sólo de Venezuela. Es que tenemos más que ver con el retrato interior de las mujeres y los hombres, sensibles al manejo de las imágenes, que con la épica, aún cuando en nuestros textos se revelen aspectos sociales y credos políticos. Necesariamente para combatir y cambiar el estado de cosas no hace falta elevar el tono; más bien me inclino por atemperarlo al oído de quien nos escucha”.

Consecuente con esa convicción, Edmundo publicó en 2017 un raro poemario, Mi amado Martí (Editorial El Perro y la Rana, Caracas). El escritor simula diversas voces femeninas que dialogan o se dirigen al Apóstol de la independencia de Cuba desde la intimidad. De acuerdo con el crítico venezolano Juan Carlos Torres, debe verse ese recurso “como una estrategia que le permite penetrar en una dimensión interior de Martí, a quien siempre han retratado, como suele ocurrir con los próceres, según un ideal público, político y social, olvidando e invisibilizando las miserias y angustias que forman parte de toda persona”.

Hacia el cine encauzó Edmundo su otra gran pasión. Colaboró como guionista con Carlos Rebolledo en el documental Pozo muerto (1968) y cinco años después se puso detrás de las cámaras para dirigir Venezuela tres tiempos (fragmentos del antidesarrollo), incisivo registro testimonial sobre los efectos de una economía dependiente y un sistema político neocolonial en personas comunes y corrientes.

Desde entonces escribió y dirigió cerca de veinte películas, que le valieron recibir varios premios dentro y fuera de su país y consolidar un prestigio entre los realizadores de la región. Participó en la creación del Comité de Cineastas de América Latina (C-CAL) y de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCLA), entidad que lo designó en 2000 para regir por dos años los destinos de la Escuela de San Antonio de los Baños (EICTV), a cuarenta kilómetros de La Habana.

Sobre sus aportes a la pantalla, Tito Núñez expresó: “Identificado desde la adolescencia con las luchas transformadoras de Venezuela y del Continente, ha desarrollado una labor titánica en la difusión de la vida y la obra de los protagonistas del siglo veinte latinoamericano. Sin perder el trémulo asombro de la poesía, su obra, desde la más sentida subjetividad, es siempre un canto de los paradigmas históricos, un acto de comunión, una palabra fraterna y militante, de vigorosa y combativa solidaridad”.

Ello es visible en los documentales Simón Bolívar, ese soy yo (1994) y José Martí, ese soy yo (2005). En 2018 estrenó su último filme, El arte de la fuga, recreación de la escapada protagonizada por 23 presos políticos del cuartel San Carlos en 1975 a través de un túnel subterráneo construido desde el interior del recinto.