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Joaquín Tamayo

La aparición de Santiago Posteguillo insufló un nuevo aliento a la novela histórica. Propició una especie de furor, de renacimiento del género, en España y América Latina. Algunos autores siguieron su ejemplo: publicaron episodios reales entreverados con personajes y situaciones surgidos de la imaginación. Muy pocos han igualado el triunfo y los galardones del escritor valenciano.

La noche en que Frankenstein leyó el Quijote. La vida secreta de los libros ha madurado al margen de la bibliografía de Posteguillo. Se aparta de las sagas acerca del imperio romano y de los gladiadores, de los conquistadores y de sus víctimas. Esta obra se mueve por el lado de la literatura de entretenimiento, promueve la lectura y se replantea el mundo antiguo para explicarse mejor el panorama actual.

¿El tema? La misteriosa crónica que hay detrás de ciertas obras clásicas e importantes. El novelista comprende que en casi todos nosotros vive una morbosa fascinación por conocer cómo nacieron los libros que nos han marcado, en qué contexto fueron escritos los grandes poemas, los cuentos inolvidables o en quiénes se inspiraron sus autores.

En este libro Posteguillo nos regala precisamente el reverso de las cosas: es un divertido tratado de los mitos, de las justicias e injusticias, de las verdades y de las leyendas; ensayos breves, interesantes biografías, estampas fluidas, veloces y reveladoras en las cuales los escritores se convierten en personajes.

Sobre la página, algunas pruebas: la frustración de Auguste Maquet, el amanuense de Alejandro Dumas, porque sabía que su nombre jamás habría de figurar junto al de su célebre empleador. En el episodio relatado, Dumas lee el manuscrito de una pieza llamada Los tres mosqueteros, mientras Maquet espera su veredicto y el dramaturgo español José Zorrilla aguarda a Dumas en la habitación contigua para proseguir con una fiesta colmada de vino y mujeres. Luego de avanzar las primeras cuartillas, Dumas advierte que Maquet tiene razón: esa historia puede atraer al gentío. Su voz resultó profética.

En la biografía de la creadora de la saga Harry Potter, J. K. Rowling, nunca se menciona a su primera lectora, a la niña que hizo posible que el primer volumen de esa colección se publicara. Si no hubiera sido por la insistencia de la pequeña Alice Newton, si no fuese por su capacidad persuasiva ante su padre, quizás nadie tendría información de esta obra considerada ya un best seller contemporáneo, y J.K. Rowling seguiría escribiendo en los cafés de Edimburgo.

Otro momento magnético del libro es cuando Posteguillo narra en primera persona su encuentro con Anne Perry, novelista policial, pero que en Nueva Zelanda había sido registrada como Juliet Hume. Ese era su nombre civil hasta el día que asesinó, de 45 puñaladas, a la madre de su mejor amiga. Juzgada y encarcelada, la joven salió de presidio luego de cumplir su condena. En el curso de los años se abocó a la literatura, especialmente a la novela negra, y comenzó a utilizar el heterónimo Anne Perry. De alguna manera, su prosa elegante y refinada le ayudó a “castigar” delincuentes y le sirvió de terapia para su redención.

En La noche que Frankenstein leyó el Quijote, Santiago Posteguillo realizó un ejercicio de arqueología literaria, reconstruyó palabra por palabra el pasado de las ficciones y de sus creadores. En todos, o en casi todos sus capítulos, el escritor dejó un sabor agridulce, triste e irónico. Si no, que lo diga Maquet, quien tal vez inventó la famosa sentencia de los mosqueteros: “uno para todos y todos para uno”. Claro, Dumas nunca fue un mosquetero.

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