Por Pedro de la Hoz
Mientras aquí y allá el quincuagésimo quinto aniversario de la muerte de Ian Fleming generaba toneladas de tinta y caracteres digitales en todas las lenguas posibles –el escritor británico falleció el 12 de agosto de 1964 en Canterbury- para recordarnos al personaje creado por él, James Bond, yo me desternillaba de la risa con los dislates de Johnny English.
A todas luces necesitaba para mi salud espiritual desacralizar al espía más mediático del occidente cristiano. Por todos lados recibía señales de un culto desmedido: comparaciones entre los protagonistas de la saga fílmica (el olvidado Barry Nelson, Sean Connery, George Lazenby, David Niven, Roger Moore, Timothy Dalton, Pierce Brosnan y Daniel Craig), la belleza deslumbrante de las chicas Bond, de Ursula Andress a Halle Berry; la espiral tecnológica a favor de la industria del espionaje; el glamour de la vestimenta; la eficacia de los BMW, los Lotus y los Aston Martin que rueda el héroe, la popularidad del Dry Martini, agitado y no mezclado, y hasta la posibilidad de que el príncipe Carlos haga un cameo en la entrega número 25 en fase de rodaje.
Fleming, y más que él los guionistas de las películas, dieron vida a una criatura a tono con la guerra fría y la publicidad necesaria para apuntalar la hegemonía de los valores occidentales en el planeta. Primero en la postguerra y después en la posthistoria pregonada a los cuatro vientos luego de la caída del muro de Berlín.
Por mucho que Fleming haya dicho que “Bond no es un héroe ni pretende ser amable o admirable, es simplemente un agente del Servicio Secreto”, el mito, en tiempos de intoxicación ideológica y desenfrenado culto del star system, se instala y circula. Alguien dijo que la mejor definición que se conoce de las aventuras de James Bond es la de constituir un cuento de hadas en la era atómica: argumentos lineales, a veces pueriles; personajes directos y evidentes, y finales previsibles.
El reverso se llama English. Johnny English parodia a Bond y a todos los de la especie de éste. A falta de caldo, tres tazas: una primera película en 2003, titulada Johnny English a secas; otra en 2011, Johnny English renacido; y una tercera, por ahora, en 2018, Johnny English 3.0 o Golpea de nuevo.
Lo de menos, en todos los casos, pasa por la trama propiamente dicha. Macarrónicas, delirantes, hiperbólicas, se basan en los viejos resortes de la comedia de enredos. Situaciones prescindibles, fórmulas agotadas. Si se ven los filmes en casa, uno puede ir a la nevera a refrescar y retomar el hilo argumental sin consecuencias.
Importa mucho más el desmontaje de una mitología y la categoría del protagonista. Al diablo con la seriedad británica, con la rancia aristocracia, con los intereses creados, con la histeria de la propaganda anticomunista, con los barones de Sillicon Valley, con los servicios secretos, con los fundamentalismos de cualquier signo, con lo políticamente correcto, con el kung fu y el kárate, con la Rivera francesa, los acantilados escoceses y las brumas londinenses… al diablo con la compostura.
English es Mr. Bean, o mejor dicho, Rowan Atkinson, un sello de calidad en la tipificación de un personaje cómico. Mr. Bean, más que Atkinson, es la materia prima de English, sólo que este destila adrenalina y aquél una mezcla de melancolía e ingenuidad por momentos conmovedora.
Bean apenas habla, gesticula. Su cara de jugador de póker se transforma en muecas hilarantes. Cae frecuentemente en situaciones extremas y cuando quiere superarlas, sobrevienen otras más extremas todavía. Choca en un inicio su extravagancia, pero uno acaba por acostumbrarse a él y exigirle aún más. Atkinson no quiere saber más de Bean, dice sentirse exhausto del personaje, pero sin Bean, English no existiría. Como tampoco sin el inefable inspector Closeau, de Peter Sellers, éste, desde luego, muy superior.
Con el tercer English hubo suspicacias y no por Atkinson. La jefatura del Gobierno del Reino Unido estaba en manos de una mujer, la actriz Emma Thompson, y claro que se prestaba a recortarla sobre un personaje real, la entonces primera ministra Theresa May. La prensa no pasó por alto este detalle y hasta un diario llegó a preguntar: ¿quién será mejor para el Brexit: Bond o English?
El actor comentó al respecto: “La comedia es una gran manera de lidiar con la tragedia, aunque no debemos olvidar que toda broma tiene su contexto”. Demasiado cauteloso para mi gusto.