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Joaquín Tamayo

Desde muy joven, la escritora Fernanda Pivano exploró el mundo masculino de las letras estadounidenses y, en general, los movimientos culturales más significativos de ese país durante el siglo XX. Como ninguna otra autora europea lo había hecho antes, decidió adentrarse en los entresijos del intelectual norteamericano exitoso, y para ello eligió ciertos modelos que encarnaron el espíritu de distintos periodos literarios: Ernest Hemingway, Kerouac y los poetas Beats, y Charles Bukowski, entre otros.

En realidad, Pivano (1917-2009) siempre sintió una irresistible atracción por la literatura de los Estados Unidos y por la lengua inglesa. “El síndrome de la anglofilia” la llevó a estudiar a fondo este idioma, al grado de convertirse en traductora. Su tesis para el doctorado de filosofía y letras de la Universidad de Turín estuvo basada en Moby Dick, la obra clásica de Herman Melville. Su maestro, el inolvidable Cesare Pavese, la elogió por la intensidad del análisis y por la reinterpretación del mito de la monstruosa ballena blanca.

Prudente, elegante, pero llena de secreta determinación, Fernanda Pivano se entregó por completo a sus deberes en calidad de lectora autorizada de diferentes compañías editoriales y, en simultáneo, emprendió una trayectoria en el ámbito de las traducciones: Fitzgerald, Faulkner, Gertrude Stein y Sherwood Anderson llegaron al italiano gracias al trabajo de la entonces precoz escritora. En paralelo, comenzó a desarrollar un método de trabajo investigativo que, con los años, se transformaría en su singular estilo ensayístico, pues en contraste con los estudiosos consagrados, cuya labor se centraba en la reflexión inspirada en documentos y ejecutada desde el escritorio, la escritora solía articular una exhaustiva investigación de campo mediante testimonios directos con los autores que ensayaba, así como con personajes vinculados a estos y a las manifestaciones estéticas de la época.

Hacia fines de los años cuarenta, una vez superada la amenaza fascista, la cual llegó a considerarla antisistema, tradujo Adiós a las armas, la novela hasta ese instante más relevante de la figura mayor de los Estados Unidos. Hemingway estimó que la traducción de Pivano era la definitiva, y pronto quiso conocer a quien había entendido con claridad absoluta el sentido de aquella dramática pieza en torno a la I Guerra Mundial.

El narrador quedó sorprendido por la inteligencia y sensibilidad de la joven italiana. De ese primer encuentro surgió una relación amistosa y fraterna, que no demoraría en adquirir el rango de vínculo confidencial. Es casi seguro que ya desde ese tiempo, Pivano pensara en escribir sobre el artista más influyente de Norteamérica. Poco a poco fue atesorando la correspondencia, los manuscritos, las fotografías y las declaraciones de los que rodeaban al maestro. Conformó así su propio archivo Hemingway.

Sin embargo, debieron transcurrir quince años para que por fin reconstruyera el vivaz acento de aquellos días con lo mejor y también con lo más oscuro del novelista.

El libro Hemingway no es únicamente una biografía distante, recreada en orden cronológico, como abundan alrededor de este aventurero de las letras, de este cazador de la vida. (Se han contabilizado unas mil quinientas entre el inglés, francés, español y alemán).

Ajena a las atmósferas llenas de suspenso y dilemas tan naturales en el escritor, la biografía de Fernanda Pivano describe por temas la existencia de Ernest Hemingway sobre el gobierno mundano, a ratos apacible, a veces infeliz de la fama. Y muestra con detalles el caprichoso safari que aquel hombre sorteó cuando su imagen se transformó en una referencia de la opinión pública.

El texto cobra fuerza porque una voz en primera persona observa y rememora y, nostálgica, retransmite algún episodio de los trece años de duración de esa amistad entrañable:

“Mi encuentro con él fue muy conmovedor: atravesó la sala del comedor vacía con los brazos abiertos y me abrazó fuertemente, como sabía hacer él (…) Tras mi regreso a Turín me escribió: “Te he encontrado encantadora y guapa y también con una buena cabeza para pensar (…)”.

El arrogante, el ingrato, el machista y el irónico se intercalan con el generoso, el afable, el solidario y el enigmático escritor, cuyo propósito cada día era, acaso, redactar una frase verídica para dotar sus relatos de la advertencia sobre el peligro de ser derrotado por uno mismo.

Más allá de una biografía, Pivano nos otorgó una parte de sus memorias, de la gramática de sus emociones íntimas, a través de un personaje siempre inquietante por la misteriosa sencillez que encarnaba.

Durante décadas se ha dicho que Hemingway fue sacudido por la pérdida de sus facultades mentales propiciada por el alto consumo de alcohol, y a la par se volvió paranoico. Algunos de sus biógrafos señalan que sufría alucinaciones de la nada. No obstante, en su libro la italiana destaca que el escritor tenía sobradas razones para sentir el acoso de la persecución del FBI y la CIA: había participado con esos organismos y actuado muchas veces en condiciones de espionaje y contraespionaje. Procedió de esa manera en la Guerra Civil de España y en la II Guerra Mundial. Además, Edgar J. Hoover no lo respetaba y poseía un expediente con una extensa lista de sus nexos con gente socialista. Todo esto en el plano público. En lo personal, Pivano perfila a Hemingway con una profunda noción de la dignidad: lo muestra con el temple de un ser humano humilde y dispuesto a apoyar las causas minoritarias. En lo privado, lo hace ver como un individuo inseguro, que no soportó el crecimiento intelectual de su tercera esposa, la periodista Martha Gellhorn.

Hay ahí, de cualquier modo, un hondo tributo al hombre en quien halló la confianza para incursionar con más vehemencia en las letras, en el periodismo y en la investigación. Un homenaje para el escritor cuya obra, luego de 58 años de muerto, nos sigue trayendo albricias de la palabra. De su palabra.

Ahora el fragmento de una afectuosa carta de Hemingway a su futura biógrafa: “Si en algo te equivocas, hija, creo que es (en literatura) en aceptar el combate con demasiada facilidad. Yo no respondo jamás a un ataque: lo dejo sin respuesta. Sigo trabajando. El trabajo lo es todo. A veces (en literatura) uno se enfada mucho. Pero no respondo nunca o, mejor dicho, he aprendido a no responder. Espero que se mueran o que se equivoquen, o las dos cosas, o a veces los mato en silencio con una frase. Con mucho cariño. Mr. Papá”.

Fernanda Pivano murió hace exactamente diez años. Tenía 92. A lo largo de su notable carrera se descubrió interlocutora de grandes narradores y poetas. Escribió sobre ellos, por ellos. Nunca para ellos. De esta forma aprendió las diferencias del salvaje universo de los hombres en los dominios del arte. Supo entonces que las guerras de Hemingway se libraron no tanto en los campos de batalla, ni en la hoja blanca, sino en la laberíntica y contradictoria senda de su mente, de su psique explosiva. Fernanda Pivano nos mostró el camino para llegar a ella.

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