Cultura

De qué excelencia estamos hablando

Pedro de la Hoz

Está muy bien que la Academia Latina de la Grabación distinga a los artistas que en el ámbito cultural iberoamericano –bravo por la inclusión de Brasil y Portugal– “han hecho contribuciones de sobresaliente valor artístico a la música latina”.

Vale la intención del presidente de esa institución, radicada desde 1997 en Estados Unidos y sede en Miami (of course), y creada a imagen y semejanza de la Academia que otorga los Grammy, Gabriel Abaroa Jr., al anunciar los Premios a la Excelencia Artística 2019 haya dicho que “cada una de estas leyendas sigue dejando huella en el mundo de la música latina con su talento, carisma y pasión por crear sonidos que impactaron y siguen impactando a nuestra comunidad iberoamericana y, a la vez, han contribuido al desarrollo de nuestra música durante muchas décadas; estamos deseosos de destacar sus logros durante una seguramente memorable semana del vigésimo aniversario del Latin Grammy”.

El problema, al menos para mí y sé que no estoy solo, viene cuando echamos un vistazo a la lista de los que serán premiados este año el 13 de noviembre en Las Vegas. No discuto el carisma ni la pasión de todos –muchas veces el carisma se fomenta a base de mercadotecnia–, ni su impacto popular, ni su permanencia en el gusto de grandes mayorías –el gusto es también una categoría históricamente condicionada–, pero el talento es harina de otro costal y la fama no siempre va acompañada por el talento.

Con o sin la Academia estaremos de acuerdo con que la categoría de excelencia le encaja perfectamente a la norteamericana Joan Báez. Ahí va incombustible, cerca de los 80 años de edad, cantando lo que hay y quiere cantar, sea lo que en su tiempo llamamos canción protesta o simplemente siendo auténtica en sus apropiaciones del folclor norteamericano.

Excelente es cada una de las entregas del cantante, pianista y compositor uruguayo Hugo Fattoruso, a lo largo de seis décadas, desde que se implicó con el rock hasta la manera impresionante en que articuló el jazz con las tradiciones sonoras de su país y, en general, de América Latina.

Nadie podrá dudar de la excelencia de la peruana Eva Ayllón. Este mismo fin de semana la tuvimos por La Habana y Varadero, al lado un grupo de valiosos músicos cubanos encabezado por el contrabajista y orquestador Jorge Reyes, y quienes no la conocían, cayeron a sus pies ante el fervor y la justeza con que esta mulata de 63 años de edad se pasea por el landó y los valses, es decir, por los pilares de la música afroperuana y la que proviene del mestizaje criollo, con absoluta propiedad.

Quién se atreve a discutir la excelencia de la cubanísima Omara Portuondo, que es mucho más que la Dama del Feeling, epíteto de puro sabor comercial que no le hace falta, cuando la escuchamos sonear, descifrar los enigmas de los sones y boleros, acelerar o retardar una línea melódica y tocar los corazones.

El portugués José Cid ha sido excelente cuando quiso y pudo. De una larga etapa de solista lo mejor pasa tanto por 10 000 Anos depois entre Vénus e Marte (1978), en la onda del rock progresivo, como por Fado de sempre, que representó el empate con sus raíces. También hizo mucho pop de poca monta.

De ahí en lo adelante, la lista afloja. ¿Cuántos intérpretes mexicanos no calan más que Lupita D’Alessio? Admito su persistencia en el imaginario de la cultura de masas –o mejor dicho, en ciertos sectores permeados por la cultura de masas, esos que acríticamente siguen telenovelones– pero, por favor, por más que sea una “leona” y reclame para sí un hembrismo que se espejea en el criticado machismo, la mexicana no deja de ser el epítome de pasiones circunstanciales.

Todavía, en determinado momento, uno se deja querer por Lupita. ¿Pero de Pimpinela? Si hay una entidad que resume la manipulación comercial de los sentimientos, el facilismo y la cursilería musical en la franja del pop latino, esa es la del dúo argentino, en estrecha competencia con el otro galardonado con el Premio a la Excelencia, el venezolano José Luis Rodríguez, más conocido como El Puma.

¿Buena voz? La tuvo. ¿Destaque popular? También. ¿Respaldo industrial? Cómo no. ¿Alguna que otra interpretación meritoria? Tal vez haya que remontarse a los tiempos en que Billo Frómeta lo sumó a la Caracas Boys. La Academia yerra al decir que los cuatro años cantando allí boleros, merengues y otras formas tropicales, le valieron para forjar “su candente estilo vocal que luego trasladaría al género de baladas”. El error está en que las baladas nada tienen que ver con el estilo de Billo. Al contrario, las baladas de El Puma fueron y son efectistas e intrascendentes, olvidables.

Nos alegra que El Puma se haya recuperado de una enfermedad que amenazó con poner fin a sus días. Un doble trasplante de pulmón lo ha puesto de nuevo en la pelea por la vida. Pero nos asombran sus apetencias extrartísticas. Le ha dado por especular que quiere ser el presidente de Venezuela que mande al diablo el recuerdo de Chávez y la magistratura de Maduro. Lanza invectivas a diestra y diestra –jamás siniestra– con una catadura política soez. Sí, merece el Premio a la Excelencia Artística de la impresentabilidad.