Conrado Roche Reyes
El día 16 de septiembre de cada año, muy tempranito mi mamá me despertaba para que estuviese presente como actor, es decir, “desfilante”. Mi flamante uniforme ya estaba listo en una silla. Camisa, pantalón y zapatos listos para que me los pusiera y me viera como un gallardo miembro más del desfile. Desayunaba solamente un vaso de leche que porque iba a caminar mucho.
Finalmente, ahí estaba yo, todavía un niño con mi pantalón azul pavo, mi corbata del mismo color, camisa blanca y mi quepi blanco con visera negra comprado obviamente en el establecimiento “Max Cervantes”. Mis hermanas mayores se burlaban y reían de mí: “Ahí se va el mesero, jaja ja”. Pero eso a mí no me importaba. Me agradaba desfilar. Entonces me iba a la escuela, al final del Paseo Montejo, en donde ya mis compañeros se encontraban igual de emperifollados que yo. Platicábamos, hacíamos “bulling” a algunos, y en fin, pasábamos el tiempo.
El toque de corneta del sargento de la Banda de Guerra, por entonces Pedro Quero, un salvaje, era el aviso para que nos enfiláramos. Tomábamos distancia, como decía el maestro de educación física, tocando con las dos manos los hombros del compañero de adelante. Con la banda tocando “Paso Redoblado” iniciábamos la marcha hacia el sur caminando sobre Montejo hasta ocupar nuestro respectivo lugar en la fila de escuelas que desfilarían momentos después. Todo era felicidad. Era cuestión de honor el estar durante la “parada” (así se le comenzó a llamar por el “parade” estadounidense). Ahí, de nuevo, se rompían filas. Otra plática. El sol comenzaba a calentar.
Un nuevo toque de corneta nos hacía correr a ocupar nuestros respectivos lugares. Y comenzaba el desfile cívico militar, porque había el cívico deportivo en el que desfilábamos en shorts y con balones de fútbol o básquet o voleibol, dos compañeros sostenían una red y ahí estaban los deportistas desfilando y demostrando sus habilidades para la cultura física. Cabe mencionar que dichos balones y pelotas pasaban más tiempo entre el público que con los deportistas desfiladores.
Al comienzo, erguidos y marcando el paso. Se pasaba por Santa Ana doblando sobre la calle 68. El sol aumentaba. Las primeras gotas de sudor comenzaban a perlar las juveniles frentes. En las calles, los meridanos –no existía ninguna diversión por entonces– abarrotaban las aceras. Ya a la altura de la calle 55 comenzaba el relajito. Empujones, pisar el talón al compañero. Pláticas, chascarrillos y versos. El sol ya rompía piedras y no estábamos tan felices ya. Algunos incluso se desmayaban. En la calle 61 se doblaba a la derecha para pasar bajo el Palacio de Gobierno. Los maestros nos habían ordenado antes del desfile que al pasar bajo el balcón principal, volteáramos el rostro hacia la derecha. Obvio es decir que el 98 % de los chavos no lo hizo. Estábamos ya hartos del calor y cansados. En la 62 se doblaba hacia la izquierda hasta el parque de San Juan en donde “el contingente se desintegró”, como rezaban las crónicas periodísticas de la época.
Ya un poco mayorcito, es decir, en la secundaria, me incorporé a la banda de guerra. El desfile era igual. Lo que cambiaba era el uniforme. En la banda de guerra usábamos sacos blancos con sus “golpes”, una especie de charretera orlada en ambos brazos. Lo mismo sucedía con los de la escolta. Por entonces, en todas las escuelas se escogía para la escolta a los alumnos y alumnas de mayor estatura, no importaba que fuesen unos flojonazos en los estudios. Tal parece que ahora ese honor, el ser de la escolta se merece por aplicación escolar. Siempre la Modelo desfilaba delante de la Escuela “Consuelo Zavala”, institución hermana. Yo tocaba el tambor (“caja” le decían) y el sargento era Eric “El Diablo” Marrufo. Por entonces desfilaban todas las escuelas particulares, léase, “entre las de “niñas” (¡uayy¡) el Rogers Hall, Hispano Mexicano, Educación y Patria, María González Palma, Mérida, Urbina Castellanos, etc. Años después, varias chicas de estos colegios me confesaron que para el desfile se arrollaban la falda en la cintura para que les quedara más corta. Era una visión celestial mirarlas desfilar. Entre los varones, nosotros, es decir, la Modelo, El Colegio Montejo, ahora CUM, la Central, Insurgentes, Eloísa Patrón, la Orlando Cortés, estos tenían, recuerdo, unos uniformes muy vistosos. Era esperada con ansias por la gente la aparición del Colegio Americano con su banda de música que era muy aplaudida. Después de San Juan, las chicas de los colegios “popis”, que nunca habían pisado el centro de la Ciudad, se daban cabal cuenta de su belleza y floreciente sexualidad por los piropos de la gente común, lo que a ellas encantaba, según confesión postrera. No estaban acostumbradas a ellos. Y acudían a los lugares populares después del desfile, entre ellos, a la nevería Vita Milk, La Mezquita, eran simplemente coqueteos juveniles bastante inocentes. Ahí, después del desfile, se entremezclaban los colegios de gobierno, que eran mixtos, con los de “niñas” y “varones” que eran particulares, dándose un baño de pueblo. En Vita Milk, por ejemplo, en una mesa de “niñas bien”, alguna decía: “Uayy, ya viste a ese muchacho de la Federal,¡Está guapísimo!”; al ritmo de algún rock and roll (“Confidente de Secundaria”) casi siempre la cosa terminaba en una pelea a trompadas entre alumnos de escuelas rivales(Modelo y CUM especialmente) y a las chicas de todos los estratos sociales esto parecía ejercer en ellas una extraña fascinación. Así era. Hoy, muchos de estos colegios ya no existen o no desfilan.