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Cultura

'Cozumel”

Por Conrado Roche Reyes

Por entonces Cozumel era un pequeño y paradisíaco lugar con imponentes playas. Solamente existían algunos pocos hoteles. Los nacidos ahí –que todavía los había– tenían sus viviendas en los alrededores del centro –que lo había– y la mayoría eran de madera, lo mismo que las limitadas tiendas de artículos turísticos a lo largo del malecón. Era una especie de pueblo yucateco, pero con la enorme diferencia de que en la playa donde estaban los hoteles comenzaba la explosión de turistas. Ahí miré por primera ocasión en persona a una mujer en bikini, ya que de Progreso no había pasado y ahí se utilizaba el traje de baño de una pieza bastante pudoroso y ellas, al salir del mar o antes de entrar, se colocaban su “salida de baño”.

Decíamos que Cozumel era un pequeño lugar en el que todos se conocían. La educación llegaba hasta la secundaria y nada más. Había, asimismo, una base aérea militar. De aquella base, un entusiasta de la música formó un grupo. Al fulano le apodaban “Chiken”. Su banda tuvo mucho éxito y en su época llegó a ser la número uno en la cuestión de cumbias, llegando a grabar un éxito a nivel nacional. Un segundo himno de la paradisíaca isla. El titulo de la pieza, obviamente, “Cozumel”. Así nada más. El grupo era “Chiken y sus Comandos”, que hasta el día de hoy siguen dando guerra

Aquí en Mérida comenzaba la fiebre rocanrolera con el advenimiento de Los Beatles y la ola inglesa. De alguna manera alguien nos contrató para una fiesta de quince años en Cozumel. Allá no conocían el Rock, por entonces nuevo, y solamente escuchaban cumbias, boleros y sones cubanos. En una palabra, el Rock And Roll no existía. Me imagino que sonaría para los oídos de los y las isleñas como música de ultratumba o de las esferas. Llegamos a la isla cruzando el mar en una embarcación que, aunque usted no lo crea, tenía un espacio hueco que daba al mar que era y le llamaban “el vomitadero”. De ese grueso era el bamboleo de la embarcación cargada de frutas, carne, legumbres, insumos, vacas y…hasta seres humanos.

Nos emperifollamos, admiramos las playas y a las gabachas, muy pero muy extrañados de mirar como ellas andaban y erotizaban con isleños de innegables rasgos mayas. Eso era un sacrilegio en Mérida. El que una chica “blanca” y bonita andase con un maya quiché.

Traíamos el pelo largo y pantalones acampanados. No tengo empacho (bueno…sí tengo, pero de lechón al horno) en decir que todas las chicas del lugar se morían por nosotros. “¡Son los músicos¡”. La fiesta estaba en su apogeo. Comenzamos a tocar lo mejor de nuestro repertorio y nos extrañó que nadie se pusiera a bailar. Era norma,l incluso en Mérida, que en las primeras piezas nadie se animara, pero después la pista se llenaba de danzantes (Ellas. Pelo largo y con crepé, lentes negros y botas de charol). Llegó la hora de la entrada de la quinceañera con su respectiva corte de chambelanes. Era de cajón –en Mérida y en todo el estado– tocar la “Marcha triunfal, de Aída”, siendo la festejada aplaudida ruidosamente por la concurrencia. El padrino, medio mamado, presumiendo sus conocimientos musitó: “Es de Verdi”. Después un vals, que ella bailaba con los chambelanes, el pretendiente, el padrino y el gran final con su papá, todos en el horno crematorio de calor que era el Casino –que era el lugar de la fiesta– rigurosamente enfusados. Cabe destacar que toda esta parafernalia la ejecutaba solamente nuestro organista, Jorge Gorocica, –quien no aparece ni una sola vez mencionado en un libro, supuestamente, dicen, que es La historia del rock en Yucatán. Goro le daba bien y bonito al rock. El papá se acerca a nuestra mesa y, como era la costumbre para los músicos de entonces, ignoro si hasta hoy– llevándonos una botella de Bacardí con sus aguas. “Para que toquen mejor”, expresó, mientras el padrino se apoderaba del micrófono y herméticamente borracho ponderaba las virtudes de su ahijada.

La noche avanzaba al igual que la fiesta y en la pista ni un alma. Tocábamos en ese momento una pieza de Los Rolling Stones, “Paint it Black”, que es un círculo musical no bailable. Eran ya como las dos de la madrugada. Nosotros felices porque la canción nos estaba saliendo muy bien, eso sí, la pista vacía. De pronto siento algo frío en la sien. Y mi asombro se transformó en terror cuando miré que se trataba del padrino de la quinceañera, quien me apuntaba con tremenda pistola calibre 45 al tiempo que me decía: “¡Mira, cabrón, ya le rompieron la madre a mi fiesta con ese ruido. ¡¡O me tocan ‘Cozumel’ o aquí te mueres¡¡”. Pues dicen que los milagros no existen, pero sin conocer dicha melodía, tocamos como Dios nos dio a entender los trozos de la misma que conocíamos a fuerza de tanto escucharla.

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