Cultura

Federico el italiano

Pedro de la Hoz

Cuando se ama al cine, Federico Fellini es de esos nombres que se pronuncia con reverencia en cualquier parte. Digo, cuando se ama al cine de verdad, el que devela las verdades más profundas y pulsa las cuerdas de las genuinas emociones.

Lógico, entonces, que en torno al centenario de su nacimiento este 20 de enero, los homenajes no den tregua y los recuerdos se disparen. Volver a ver sus películas, revisitar los sitios asociados a las imágenes y reflotar sus obsesiones ha venido ocupando a tantísimos a lo largo y ancho del mundo durante los últimos meses, faena que estoy seguro continuará en adelante.

Fellini surgió al arte en medio de la eclosión neorrealista italiana en la pantalla de los años de postguerra, pero no quedó atrapado en esa corriente estética.

Debutó junto a Alberto Lattuada en Luces del varieté (1950) e integró la nómina de cineastas que participaron en la obra colectiva El amor en la ciudad (1953). Un año después confirmó que tenía mucho que decir; La strada no sólo calificó como uno de los manifiestos del neorrealismo, sino catapultó a su director más allá de las fronteras de la península al conquistar a los críticos estadounidenses. Fue también la revelación de una trinidad creativa con Fellini al centro escoltado por la actriz Giulietta Masina, su esposa, inolvidable en el papel de Gelsomina, y el compositor Nino Rota.

Masina también insuflaría humanidad a la protagonista de Las noches de Cabiria (1957), conmovedor relato sobre una prostituta que entrega su alma a los demás sin recibir nada a cambio. La actriz mereció el premio a la Mejor Actuación Femenina en el Festival de Cannes y Fellini se alzaría con el Oscar al Mejor Filme de lengua no inglesa en el reparto de las estatuillas de 1958.

Lo que vino después ya fue diferente: riendas sueltas a una poética que, sin dejar de ser realista en sus planteos medulares, se orientó hacia la prospección psicológica, la indagación simbólica y la intuición lírica.

La dulce vida (1960) anunció al nuevo y definitivo Fellini. Pocos cineastas consiguen, en el despegue de un estilo, consagrar un clásico. No sobra ni un pie de película en ese formidable retrato de la sociedad romana de entonces, con su mezcla de grandeza y decadencia, oportunidades y frustraciones. Marcello Mastroianni, en el personaje que lleva su propio nombre, legó a la historia del cine una lección histriónica magistral.

Tampoco le bastó a Fellini disfrutar las mieles del triunfo que a todos los niveles y latitudes siguió la proyección internacional de La dulce vida. Nadie esperaba, tres años después, la sorprendente Ocho y medio, con su carga autorreflexiva y metáforas por momentos intrincadas.

Es una especie de cine sobre los recuerdos del director, o más bien, las interrogantes que derivan de registrar una y otra vez su memoria. Debajo de Satiricón (1969), que toma como pretexto la obra homónima de Petronio en la Antigüedad, se advierte lo que piensa Fellini sobre la crisis moral de la modernidad. Lo expresa en términos de un peculiar barroquismo, mismo que recorre varios de los planos y el tono de la trama de Los clowns (1970), donde nuevamente recurre al mundo del circo y sus artistas –si no hubiera descubierto el cine, Fellini de buen grado se habría realizado al frente de una troupe–, para rendir un homenaje no exento de miradas oblicuas dentro de su empaque cercano al documental.

Para llegar a Amarcord (1973), el italiano pasó balance a lo que había sido y quiso ser. Película melancólica y lacerante como pocas, se ha dicho con razón que el filme recoge todo lo que anteriormente había sembrado: pasen y vean, parece que proclama el filme, al mundo esperpéntico de las pesadillas vividas o por vivir; el miedo a vivir o a sentir da lugar a la expresión exagerada de lo que se recuerda para bien o para mal.

Fellini no paró de soñar. Siguió filmando: Casanova (1977), Ensayo de orquesta (1978), La ciudad de las mujeres (1980), Y la nave va (1983), Ginger y Fred (1985), Entrevista (1987) y La voz de la luna (1989).

En los últimos años de su vida –falleció en Roma el 31 de octubre de 1993–, habló muchas veces de sí mismo, del pintor que nunca llegó a ser –aunque sus películas estuvieran construidas como si fueran cuadros, de la televisión que acababa con todo, de las películas que nunca pudo filmar. Algo de esto se vio en Entrevista, cuando incluyó a amigos y desconocidos en el set de un filme inexistente, la versión de América, la novela de Kafka, que jamás realizó. No hizo falta. El cine de Fellini siempre será necesario y estimulante.

En lo que a este cronista atañe, me cuento entre quienes ante la Fontana de Trevi lanza una moneda para pedir un deseo imposible: ver emerger de las aguas a la sueca Anita Ekberg como sucedió en La dulce vida. Sería una especie de resurrección de la carne.