Manuel Tejada LoríaNotas al margen
Entre la procrastinación y la pereza, dejamos todos los pendientes para temporada de vacaciones: “En vacaciones terminaré de pintar la cochera”, “... me haré los análisis”, “... desbrozadoré el jardín que más parece una selva petit”. Por lo que estos días de paréntesis laboral, aproveché ir a la Asociación de Escritores Peninsulares (AEP), a la cual pertenecí por más de una década, para cancelar mi afiliación.
Por algún motivo, las reuniones anuales que congrega la AEP cada enero producen en mí auténticas epifanías. Fue, precisamente en una de estas reuniones, cuando decidí dejar de fumar: con el gélido viento de enero sobre el rostro (y con un dolor de pulmones que me hacía temblar hasta las orejas) apagué el último Marlboro rojo.
En la reunión más reciente sucedió de nuevo. Esperaba a que el diligente mesero sirviera el primer aromático café, mientras cautelosamente, con la mirada miope, recorría las otras mesas para curiosear quiénes más habían asistido. Estaba colmado aquel lujoso salón, ¡unos doscientos comensales!, todos creadores literarios.
Para ser sincero pensé, mientras daba el primer sorbo de café, que el 95 % de los que nos encontramos aquí NO escribimos NI media cuartilla diaria, es más, NI hemos publicado un solo libro. Y bueno, es cierto, tenemos un texto publicado en al menos tres revistas, sobre todo electrónicas, pero estrictamente ¿podemos considerarnos “escritores”?
Académicos, músicos, enmascarados y hasta un policía sentado en las mesas principales, pero escritores, para mi amarguísima revelación, apenas un puñado, como se cuentan los amigos.
Si éstos somos los artífices de nuestra literatura local, creo que estamos ante un panorama un poco incierto. ¿Escritores que no escriben literatura? ¿Lo podemos imaginar? Es como suponer que hubiera médicos que no atienden pacientes o realizan cirugías, sino sólo van por el mundo con su credencial de médicos sin hacer nada. Bueno, asisten a los desayunos de la Asociación de Médicos, eso sí, hasta con sus batas blancas y sus estetoscopios colgados, pero nada de operaciones ni consultas.
El aroma del suculento café ya inundaba mis narinas cuando la epifánica comprensión del asunto coronó el platillo de huevos con espinacas y frijoles refritos que dejaron frente a mí: no-soy-escritor. Y en un afán de congruencia lo mejor que podía hacer (no, no era precisamente ponerme a escribir, casi no hay tiempo para eso), lo mejor era renunciar.
Así, pues, me dispuse a disfrutar mi último desayuno como escritor. Adiós a las elegantes invitaciones al desayuno que llegaban a casa y donde se leía en una etiqueta blanca con letra garigoleada mi nombre completo y al calce “Escritor”. ¡Qué emoción única sacar la invitación del buzón cada enero para sentir la seguridad de lo que se es, sin serlo! A veces, hasta depositaba la invitación en el buzón del vecino “accidentalmente”, sólo para que él la descubriera y constatara por la etiqueta que yo, su amable vecino, era un escritor.
Frente a la secretaria de la AEP, manifesté mi intención de darme de baja. Revisó si estaba al día con mis cuotas mensuales, me pidió mi credencial de escritor acreditado, la partió a la mitad con una tijera y la echó en el basurero. “Es todo señor Tejada”, me dijo con su peculiar voz aguda.
Al salir respiré aliviado. Sobre la espalda, un pendiente menos.