En el ocaso del muralismo, situándose aproximadamente en la mitad del siglo XX, el arte mexicano vivió una serie de transformaciones que contó con múltiples precursores e impulsores de las nuevas rutas que debían recorrerse.
Nombres y denominaciones hay en variedad: Rufino Tamayo, José Luis Cuevas, Günther Gerzo, o en sí, la generación de la Ruptura-Apertura. Pero entre todos ellos, vale la pena analizar el de Mathias Goeritz, personaje ligado a momentos en los cuáles México (o el arte creado aquí) demostró estar a la par de la modernidad mundial.
En esta ocasión se abordarán tres de ellos: el Museo Experimental El Eco, las Torres de Satélite y la Ruta de la Amistad.
Estos ejemplos son clara muestra de lo que él llegó a denominar como “arquitectura emocional”, la cual está basada en las sensaciones que el usuario o público puede experimentar al observar una creación regida bajo este concepto o incluso, habitarla.
Primero, hay que descubrir quién fue este personaje que dejó escuela en el arte y arquitectura mexicanos, y que según algunos especialistas hace falta estudiar aún más.
¿Quién fue?
Werner Mathias Göeritz Brunner nació el 4 de abril de 1915 en Danzing (actual Gdansk, Polonia), que en aquel entonces formaba parte del reino de Prusia.
Desde pequeño vivió en Berlín, y en su juventud, realizó estudios de pintura, filosofía e historia del arte. La actual capital alemana era en ese entonces el núcleo de corrientes artística e innovadoras como el dadaísmo y el expresionismo.
Debido a que sus intereses estaban centrados en lo estético, estudia arte en la Escuela de Artes y Oficios de Berlín-Charlottensburg; poco después y paralelamente al surgimiento del nacionalsocialismo, en 1936 parte de Alemania hacia diversos puntos de Europa y el norte de África; huye al creer que por tener un abuelo judío, su destino sería como el de miles de personas. Para ese entonces, su pintura está notoriamente marcada por la guerra e influenciada por las corrientes expresionistas Die Brücke y Der Blaue Reitter.
Durante su estadía en Tetuán, Marruecos, se casa con Marianne Gast, escritora y fotógrafa. En 1945 se traslada a Granada, España, y tres años después arriba a Santillana del Mar donde fundó la Escuela de Altamira, iniciativa derivada de una exposición colectiva de pintura de la comunidad local, en la cual participaron los artistas Ángel Ferrant, Ricardo Gullón y Pablo Beltrán Heredia. Uno de sus principales objetivos era ampliar los lenguajes, técnicas y modelos de representación de la expresión, todo esto sintetizado en el lema: “Todos los hombres, por fin hermanos, se convierten en artistas”.
Ahí conoció a quién se convertiría en su segunda esposa, la escritora e historiadora del arte, Ida Rodríguez Prampolini. Ella relata que tras conocerlo en las Cuevas de Altamira y convivir con Goeritz y Marianne Gast, se volvió su amiga.
Por esos días, el arquitecto Ignacio Díaz Morales, quien buscada profesores para la recién inaugurada Escuela de Arquitectura de Guadalajara, se encontró casualmente con Prampolini y le contó sobre el motivo de su viaje a España. Ella inmediatamente le recomendó a Mathias Goeritz para que formara parte de la plantilla de académicos.
El arribo a México
Junto con Marianne, Mathias arribó al puerto de Veracruz, en donde Ida Prampolini ya los esperaba.
Ella llegó a declarar que, por las ideologías y corrientes con las cuales experimentaba Goeritz, el recibimiento fue hostil por parte de los muralistas Diego Rivera y David Alfaro Siquieros, a tal punto de que el primero nunca lo bajó de “nazi, homosexual, pervertidor, ‘porque venía a pervertir a los jóvenes mexicanos’; lo pusieron pinto”, llegó a declarar en alguna entrevista.
Al llegar a Guadalajara, comienza a impartir cátedra como maestro de Educación Visual, apoyándose en una serie de ejercicios relacionados con la Bauhaus. Este conocimiento de las vanguardias europeas, propició que se ganara el reconocimiento de colegas y alumnos durante los dos años que vivió ahí.
Su decisión de trasladarse a la Ciudad de México, en gran parte fue porque Guadalajara no contaba con un ambiente artístico y cultural para expandirse.
El Eco
Una de las primeras razones por la que dio de que hablar Mathias Goeritz, fue el Museo Experimental El Eco.
En 1952, conoce al empresario del entretenimiento Daniel Mont, quien estaba interesado en ampliar su negocio de bares, restaurantes y galerías de arte. Al conocer a Mathias, Mont queda fascinado por la capacidad inquietante.
Es así que le encomienda la realización de un espacio que “articulara una nueva relación entre sus intereses comerciales y el espíritu de vanguardia de algunos actores culturales de la época”.
Se dice que, al momento de firmar la documentación pertinente para cerrar el trato, el mismo Mont escribió en uno de los papeles: “haga lo que se le de la gana”.
Para algunos estudiosos esto es “girar la lógica del arte” pues prácticamente se podía hacer algo que no siempre se puede hacer. Por su parte, Goeritz siempre había querido hacer una “escultura habitable”.
Partiendo de su “Manifiesto de la arquitectura emocional”, escrito por él mismo, diseña una estructura penetrable poética en la cual, tanto los techos, muros y la disposición de corredores, crean una experiencia que abandona el funcionalismo y se enfoca totalmente en las emociones que el visitante puede desarrollar al verse inmerso en esta pieza de la arquitectura emocional.
Considerado por algunos críticos internacionales como “la primera obra de expresionismo arquitectónico, El Eco es un espacio en el que podía habitar pintura, escultura y que paralelamente se pudiera escuchar una interpretación musical y ver la ejecución de una danza.
Mathias Goeritz quería relacionar su experimento con la arquitectura de catedrales y mezquitas, edificaciones abiertas a lo metafísico, quería causar en el hombre moderno una máxima expresión.
En el patio del recinto, situó la Serpiente de El Eco, una síntesis geométrica de Quetzalcóatl hecha en acero de medidas monumentales.
Mientras que en uno de los muros dejó el “Poema Plástico”, en el cual incorporó la plasticidad de la poesía visual. Este fue un juego que no fue escrito ni en árabe o hebreo, sino sólo eran letras deformadas. Hasta hace unos años se descubrió que el mensaje real es: “Ambiciosos, villanos, cobardes, estúpidos. Esta obra es la hostilidad a las políticas artísticas. Cago con colores como oro”.
Se dice que este, iba dirigido a Diego Rivera, de quien Ida Prampolini menciona que “el día de la inauguración platicaba con su hija Ruth (Rivera Marín), pues éramos amigas. Ella era la jefa del departamento de Bellas Artes. Como Mathias no tenía título de arquitecto, no le era permitido construir. Ruth firmó los planos de El Eco con su nombre para que lo aprobaran y pudieran hacer la obra. Llegó Diego diciendo: ‘¡Ruth, esto es un éxito; está todo México aquí! Tienes que decir que tú lo hiciste, tu firmaste los planos. Entonces di que tú lo hiciste, y dile a este ‘farsante’ que se vaya”. Ante la negativa de su hija, Diego Rivera se dio la vuelta y se marchó enfurecido, relata Prampolini.
El Eco fue inaugurado en septiembre de 1953, pero la repentina muerte de Daniel Mont, unos meses después, terminó con sus actividades. Así empezó a pasar de mano en mano como bar, restaurante y cabaret.
A partir de los sesenta la Universidad Nacional Autónoma de México comenzó a rentarlo para actividades culturales; hasta que en 2004 compró el edificio y reabrió sus puertas el 7 de septiembre de 2005, tras devolverle su legado arquitectónico, artístico y pedagógico.
Las Torres de Ciudad Satélite
Para 1957, el entonces presidente de la República, Miguel Alemán Valdés, desde su perspectiva como empresario encargó al arquitecto Mario Pani la construcción de un complejo residencial al noreste de la Ciudad de México. Este llamó a Luis Barragán para que ideara una obra que fuera referente del nuevo fraccionamiento.
Barragán invitó a Mathias Goeritz, a quien había conocido en la Escuela de Arquitectura de Guadalajara.
El primero pensaba en una convencional fuente, mientras que el segundo, estaba contemplando la posibilidad de construir una serie de torres.
Amante de lo místico, Goeritz ve a la torre como un elemento de conexión con el cielo. Las Torres de San Gimignano fueron clara influencia para desarrollar lo que tenía en mente.
De esto da fe nuevamente, Ida Rodríguez Prampolini, quien comenta que Barragán quería una fuente pues la zona carecía de suministro de agua. Sin embargo, Goeritz se mantuvo en la idea del conjunto de torres.
Días antes de la presentación final con el presidente Miguel Alemán, Luis se encontraba en Acapulco y Mathias se la pasó en el estudio diseñando el proyecto.
Llegó el día y se le presentaron siete piezas juntas (Goeritz defendía este número); el presidente quedó maravillado y dijo: “¡Precioso! ¡Me encantaron! Pero hay que quitar dos porque salen muy caras. ¡Siete es importante!, dijo Mathias”. La respuesta fue que no era posible concretar esa cantidad, de tal forma que se colocaron solo cinco sobre la mesa a modo de muestra. “¡Que chingón eres Mathias!”, fue la respuesta del presidente.
Prampolini explica que poco después, Luis Barragán reclamó todos los derechos sobre la construcción de las Torres de Satélite. La amistad se vio perdida.
Años después, fue precisamente el arquitecto Ignacio Díaz Morales, quien, al ver enfermos tanto a Barragán como a Goeritz, los llevó a ambos ante el notario para que firmaran un documento en el que se esclarecía que los dos fueron los creadores de este monumento.
Las Torres de Satélite están hechas de concreto, de base triangular y alturas diferentes (la más alta mide 52 metros). Reposan sobre una plaza ligeramente inclinada; conforme se acerca es espectador se acentúa su verticalidad, cumpliendo la función primordial de destacar a la distancia y en movimiento.
Inauguradas ya en la administración de Adolfo Ruiz Cortines, en marzo de 1958, son edificaciones triangulares huecas y sin techo. Estos prismas modifican su percepción según el movimiento; a veces se ven como planos regulares, desde otra perspectiva como líneas fugadas hacia el cielo, como vértices finos o como murallas pesadas.
Los colores en un principio fueron elegidos por el pintor mexicano Jesús Reyes Ferreira: blanco, amarillo y ocre; sin embargo, cada una de las torres ha atravesado por diferentes modificaciones. Durante las Olimpiadas de 1968 fueron pintadas a petición de Goeritz con color anaranjado para contrastar con el azul del cielo. A partir de 1989 fueron pintadas dos torres blancas, una azul, una amarilla y una roja, por las empresas Nervión y Bayer de México.
“Las Torres de Satélite es la única escultura urbana por excelencia que tenemos en México. Tiene el emplazamiento, la visual para verla, el tamaño y que hizo que los dos (Barragán y Goeritz), fueran conocidos y reconocidos en el mundo entero. Yo no he abierto un libro de arte o de escultura urbana donde no estén incluidas las Torres de Satélite”, opina la historiadora del arte y estudiosa de la obra de Mathias Goeritz, Lily Kassner.
La Ruta de la Amistad
Con la cercanía de los Juegos Olímpicos de 1968 en la Ciudad de México, dos años atrás Mathias Goeritz le propone al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, presidente del Comité Organizador, la inclusión de eventos culturales como parte del programa. Se incluiría danza, pintura, escultura y otras artes, finalizando en la construcción de un corredor monumental: así surgió el proyecto de la Ruta de la Amistad.
El evento deportivo como tal, era una oportunidad para que el país abrazara la modernidad, y aunque no se contaban con los recursos sobrantes para preparar un evento como uno que, si los tuviera, su neutralidad con respecto a la Guerra Fría, fue suficiente para apostar por un discurso donde reinara la paz y la hermandad.
Goeritz parte de la idea de que “la ciudad era un gran escenario”; pensando como espacio idóneo el periférico de la CDMX, es cómo se toma la decisión de trazar el recorrido.
En 1967, durante el Encuentro Internacional de Escultores, anunció la construcción del corredor y lo justificó de la siguiente manera: “El entorno del hombre moderno se ha ido haciendo cada vez más caótico. El crecimiento de la población, la socialización de la vida y el avance tecnológico han creado una atmósfera de confusión. La fealdad de muchos elementos indispensables y de la publicidad en general desfiguran las comunidades urbanas, particularmente en los suburbios y en las carreteras; lo último, en este siglo de tiempos acelerados y del automóvil, ha adquirido un significado sin precedentes. Como consecuencia, hay una urgente necesidad de diseño artístico enfocado a la ciudad contemporánea y a la planeación de vías públicas.
El artista, en vez de ser invitado a colaborar con los urbanistas, arquitectos e ingenieros, se queda a un lado y produce sólo para una minoría que visita las galerías de arte y los museos. Un arte integrado desde el inicio del plan urbano es de gran importancia en la actualidad. Esto significa que la obra artística se alejará del entorno del arte para el bien del arte y establecerá contacto con las masas a través de la planeación total”.
Fueron Ramírez Vázquez y Goeritz los que seleccionaron al grupo de artistas que intervendrían en el proyecto, el cual incluyó tres requerimientos básicos para las esculturas: cada una debía ser abstracta, escala monumental y emplear el concreto como materia principal.
A lo largo de 17 kilómetros lineales, las esculturas ocuparon su sitio; el periférico fue elegido por su tránsito automotriz y la privacidad que los peatones podían experimentar al interactuar con la pieza. A los conductores se les brindaba la aparición de los monumentos como estimulante y romper la cotidianidad del trayecto.
Al final, se eligieron a 19 artistas y 3 invitados de honor. La Ruta de la Amistad se convirtió en el corredor escultórico más largo en todo el mundo.
Estación 1: Señales o la herradura, Ángela Gurría (México).
Estación 2: El ancla, Willy Guttman (Suiza).
Estación 3: Las tres gracias, Miloslav Chlupac (Checoslovaquia).
Estación 4: Esferas o Sol, Kioshi-Takahashi (Japón).
Estación 5: El sol bípedo, Perre Szekely (Hungría).
Estación 6: La torre de los vientos, Gonzalo Fonseca (Uruguay).
Estación 7: Hombre de paz, Constantino Nivola (Italia).
Estación 8: Disco Solar, Jacques Moeschal (Bélgica).
Estación 9: La rueda mágica, Todd Williams (Estados Unidos).
Estación 10: Reloj solar, Grzegorz Kowalski (Polonia).
Estación 11: México, Josep María Subirachs ((España).
Estación 12: Jano, Clement Meadmore (Australia).
Estación 13: Muro articulado, Herbert Bayer (Austria - E.U.A).
Estación 14: Tertulia de gigantes, Joop J. Beljon (Países Bajos).
Estación 15: Puerta de paz, Itzhak Danziger (Israel).
Estación 16: Anónimo, Olivier Seguin (Francia).
Estación 17: Charamusca africana, Moahamed Melehi (Marruecos).
Estación 18: Puerta al viento, Helen Escobedo (México).
Estación 19: Anónimo, Jorge Dubon (México).
Invitados
El Sol Rojo, Alexander Calder, (Estados Unidos).
La Osa Mayor, Mathias Goeritz, (México).
Hombre Corriendo, Germán Cueto, (México).
Después de estudiar las propuestas de los escultores y pensar el emplazamiento de las obras, algunos cambios al plan original sucedieron. Por la escala y la dinámica de trabajo entre escultores y lugar, el juego de luces, las condiciones de habitabilidad y seguridad no fuero las ideales. Aún así, Goeritz un poco contrariado, reconoció el valor de La Ruta y lo que consiguió para la agenda olímpica y la imagen nacional.
El recorrido se convirtió en la representación de distintos escenarios olímpicos a través del diálogo entre geometrías y colores, sin embargo, 25 años de abandono después, deterioro y agresiones por el rápido crecimiento de la mancha urbana obligaron al comité a restaurar la zona en varias etapas. De una por una fueron rehabilitándose las esculturas apostando también por la colaboración de los habitantes cercanos, a través de varios programas.
Conclusión
Definitivamente la labor que desarrolló Matias Goeritz en México, merece ser estudiada y revisitada de forma constante. Habría que indagar qué influencia tuvo no sólo en las artes plásticas sino también en la música, danza, teatro o literatura. A través de su ideología empapó a una serie de artistas que impulsaron el cambio en el arte mexicano; es posible que sea una pieza fundamental del arte se vivió durante la segunda mitad del siglo XX.
Por Gibrán Román Canto