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Cultura

El encargo de los dioses

En Occidente, desde el Renacimiento a nuestros días, casi toda la música que se escucha responde a encargos. Primero fueron los aristócratas y las autoridades eclesiásticas que tenían bajo su égida a compositores, y luego mecenas, editores, empresarios hasta llegar a la aceitada maquinaria de la industria del ocio con características transnacionales.

Asimismo, el público al que están destinadas las obras ha ido variando: la corte, los feligreses, los círculos ilustrados, los asistentes a los teatros y una audiencia multiplicada como la de hoy con acceso a circuitos mediáticos digitales.

En una u otras épocas, los compositores han recibido recompensas por su trabajo. Mantenidos o asalariados, o beneficiarios, como ahora, de derechos de autor que representan una parte, no la mayor, de los dividendos de una cadena que incluye eslabones que median en el proceso de circulación.

¿Quiere esto decir, como algunos afirman, que el encargo contradice la inspiración, que los compositores responden unívocamente al gusto de quienes pagan o, con el desarrollo de la industria del ocio en el siglo XX, a las exigencias de corrientes de moda que aseguran el sostén de un status profesional?

Todo depende del talento, de que se tenga algo que decir y se posean las herramientas adecuadas para hacerlo. Desde luego que siempre hubo, hay y habrá autores limitados en oficio, obsecuentes servidores y, peor aún, gente con posibilidades que las malgastan en función de éxitos efímeros y golpes comerciales. Pero para suerte nuestra están los que escuchan los encargos de sus dioses interiores.

Johann Sebastian Bach (1685 – 1750) trabajó denodadamente toda su vida para satisfacer las necesidades propias y de su numerosa prole. Como pertenecía a una familia de músicos profesionales, tuvo acceso a puestos y nombramientos, pero a varios de ellos llegó no sin vencer oposiciones y resistencias por parte de autoridades de la iglesia, príncipes no avenidos a la estética de sus obras y consejeros que soplaban al oído de los aristócratas alemanes de la época la inconveniencia de favorecer el mecenazgo a un autor que saltaba por encima de la media.

La fase más estable de su carrera transcurrió en Leipzig, empleado del Ayuntamiento de la ciudad, Allí laboró por 27 años en los que debió entregar a veces dos trabajos por semana para proveer de partituras frescas a las iglesias de la ciudad y acontecimientos políticos y sociales. Bach se las arregló para caer bien a las dos facciones que disputaban el poder en la urbe sajona: los monárquicos y los que representaban los intereses de los pujantes gremios mercantiles. Pero sobre todo se las arregló para hacer de la música un lenguaje en plena evolución y en consonancia con sus criterios.

A Leipzig arribó cuando ya tenía plena conciencia de lo que debía y podía aportar. Una de sus series más famosas fue escrita en la etapa precedente, durante su estancia en Cothen donde ocupó el cargo de maestro de capilla. Me refiero a las seis suites para violonchelo. Nunca antes un compositor había concebido una obra tan definitoria para el despegue solista de un instrumento hasta ese momento sólo utilizado como parte de los conjuntos de cámara, muchas veces relegado a complementar la base rítmica del bajo continuo.

Se ha llegado a establecer que la demanda provino de un virtuoso violagambista de la villa, Christian Ferdinand Abel, quien iniciaba hacia finales de la segunda década del siglo XVIII una celebrada carrera como violonchelista en el ducado.

Bach escribió las seis piezas –clasificadas en el catálogo del compositor bajo los códigos BMV 1007 -1012–, aunque no se sabe en qué orden, puesto que las partituras que se conservan fueron copias realizadas mucho después por su esposa Ana Magdalena. Esta, conocedora de los valores de la música, cantante y compositora ella misma, se dio a la tarea de registrar las obras al advertir su excepcionalidad.

El instrumento alcanza su máximo esplendor polifónico, al sonar como una pequeña orquesta. El tejido que se va desarrollando entre las diversas voces permite revelar el genio innovador del compositor.

Después de Abel y probablemente algún otro violonchelista de los tiempos de Bach, estas obras quedaron relegadas, al no ser editadas hasta 1824 en París y considerarse entonces reducidas a una función pedagógica para la ejercitación de los violonchelistas en formación. Al descubrirlas en Alemania, Robert Schumann vio solamente el filón dorado de las líneas melódicas de las dos primeras suites y les impuso un acompañamiento a piano, no muy exitoso que digamos.

Fue en el cruce de los siglos XIX y XX que el gran chelista español Pau Casals fijó su atención en la serie y supo que eran mucho más que estudios o motivos danzarios. Comprendió que estaba ante una piedra esencial para entender la dimensión sonora de su instrumento. Unicamente tras largos años de familiarizarse con sus elementos, se atrevió a interpretarlas en público en 1925 y un tiempo después, en 1936 a grabarlas en disco, en un fonograma paradigmático.

No hay chelista que aspire a una jerarquía en la ejecución del instrumento que deje de probarse con la interpretación de la una, varias o, mejor aún, las seis suites de Bach. Si no pregúntenle a Yo YoMa, ganador de un Grammy en 1986 por plasmarlas para la CBS Masterworks.

Particularmente recomiendo escuchar a la inglesa Jacqueline Du Pre en el álbum suyo recuperado en 2005 por EMI. Ella fue una de las intérpretes más sensibles del instrumento, pese a su corta vida profesional, truncada por la enfermedad.

Pero si se quiere ir a las fuentes, por ahí anda remasterizado y reeditado el disco de Casals, por EMI Classics en 2003. Es uno de los más hermosos regalos que me hayan hecho para entender qué es en realidad un encargo de los dioses.

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