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Cultura

'Lontananza”, paisajes en sí

José Luis Rodríguez de Armas

La palabra lontananza contiene en sí misma un paisaje de cariz perceptual y también conceptual, es una evocación de algo y es la representación de un fragmento de paisaje lejano que delimita un territorio al que cuesta llegar, que casi no se ve. Puede ser una palabra poética, bien abierta a un sinfín de especulaciones, pero que a su vez puede llegar ser muy cursi (si es que lo cursi existe).

José Luis Díaz, artista regiomontano que desde el pasado diciembre expone en el Centro Cultural “La Cúpula” de esta ciudad, se topaba frente a frente con una palabra cada vez que se sentaba en la barra de un bar del centro de la ciudad de Monterrey, la palabra era también el nombre de la cantina. Así, y después de tantos encuentros “impuestos” fue que se dijo: “de aquí debe salir algo”. Es entonces que surgió la exposición que provoca estas notas: “Lontananza”.

Lontananza, el sustantivo escogido para identificar la exposición, es un pretexto para presentar un conjunto de piezas artísticas –objetos, fotografías, pinturas, videos, documentación sobre el proceso creativo y banda sonora– repletas todas de entresijos. Recordemos que nada en este mundo puede ser explicado totalmente como quisiéramos, es decir, descubrir el por qué de aquello que nos intriga, siempre absurdo, relativo, y escondido por demás. La mayoría de lo presente en “Lontananza” son paisajes personales más que los supuestamente naturales, y claro, si es que entendemos el paisaje como un concepto abierto, expandido y aglutinador, diverso... Siento que son paisajes que no se alcanzan y ni tampoco se culminan, todo dado por la diversidad de narrativas que se hallan en los soportes genérico expresivos antes mencionados. El incesante e inconcluso desplazamiento de nuestras miradas me remite a las cigarras, insectos protagonistas de la exposición, que nunca logran posarse de una vez y que son difíciles, por no decir imposible, de apresar.

He dicho que son paisajes personales porque José Luis Díaz, como la gran mayoría de los artistas, no puede prescindir de su biografía y, además, porque los llamados paisajes naturales no existen como “realidad objetiva”, sino como proyección subjetiva de quien los observa y aunque luego la representación artística pueda parecer verosímil y concuerde casi fotográficamente con el modelo. Lo biográfico es algo que podemos leer entre líneas, sesgadamente, en sus obras, si es que sabemos algunos datos del artista. Por ejemplo, que desde niño le gustaba jugar y coleccionar insectos: tarántulas, alacranes, ciempiés… a los que alimentaba con apasionado fervor. Eran todos los insectos de su mundo, allá en la Sierra de Chihuahua donde vivió sus primeros años. ¿Todos?, menos uno: las “chicharras” que por ese otro lado del vasto México se les llama a unos grillos grandecitos que por lo común llamamos cigarras. Y no por rechazo, sino porque le era imposible atraparlos y mantenerlos en cautiverio.

José Luis era, en potencia, un entomólogo, iba a estudiar biología, pero se dedicó al arte. Las llamadas “chicharras” “reales” se convirtieron en arte por un doble proceso de creación de significado(s). José Luis, por su lado, ejecuta una acción intencional de hacer arte y por otro, gran parte de los públicos que se acercan a sus obras, también sienten que lo que ven es arte. El doble juego de miradas y de acciones acontece. La pretensión de José Luis tiene lugar: y se hizo arte. Y algunos de esos públicos que vienen a ver arte, lo encuentran.

Pero… ¿cómo, si sólo son unas cigarras (“chicharras”) bañadas en oro bajo unos capelos?, es entonces que podemos especular y activar nuestra mente y percepción desde diferentes ángulos. Los públicos, entre ellos los “conocedores de arte contemporáneo y…”, quedan seducidos por lo visualmente estético: la buena factura del producto y lo “noble” del material utilizado. El oro es oro y los capelos jerarquizan y sacralizan, además, estos objetos están presentados en una galería y no en un tlapalería. El oro siempre tendrá una presencia de valor monetario y de poder, estético, tal vez. Oro, capelos y tecnología también en su dimensión simbólica.

Los objetos de arte, con anterioridad ya mencionamos su presencia en la exposición, están compuesto de una cigarra con las ¿alas? desplegadas o no, bañada en plasma (el cuarto estado de la materia: sólido, líquido, gaseoso…) con oro a través de un proceso tecnológico complejo realizado todo en la Facultad de Física Matemática de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Dicho insecto siempre estará encapsulado en un capelo, algo que nos recuerda el gesto de los devotos de la Virgen María para proteger su imagen y los atributos que la acompañan. No son capelos comunes, de líneas rectas como los presentes en los museos, son capelos sin ángulos, circulares y de techo abovedado, en fin, ceremoniales. Todos estos datos conducen a lecturas de valor.

Al fin José Luis logró hacer lo que no pudo en su infancia: atesorar, coleccionar, “chicharras”. Todo hasta el punto de convertirlas, además, en un objeto de arte y en un objeto de valor mercantil. En el proceso anterior se evidencia lo que arrastramos con nuestra biografía y como ello puede llegar a corporizarse en las obras que producimos. Son los afectos haciendo efectos.

Cuando José Luis Díaz logra la entronización de una vulgar “chicharra” a través de un proceso tecnológico también podemos desarrollar una línea argumental a partir de esa relación entre ciencia y arte muy típica de la contemporaneidad. El no recuerda cómo llegó al laboratorio, a los instrumentos y a los procesos que posibilitaron la canonización de las “chicharras”. Pero ellas están ahí, en la galería, con todo su esplendor, y así tenemos que leerlas y construir otra narrativa posible sin recurrir a ese momento en que el artista encontró el recurso idóneo para realizar sus anhelos infantiles.

Algo que me gustaría apuntar es que en la experiencia artística que nosotros podamos tejer como espectador emancipado –a lo Rancière—, es que lo tecnológico no se asume aquí como instrumento robótico, sino como instrumento propiciante para hacer el primer paso del arte: crear fantasías, crear expectativas, estimular la formulación de preguntas. Arte y ciencia, tecnología en la era de la tecnología, mancomunados en un esfuerzo creativo sin métodos que constriñan la relación.

Sigamos con las protagonistas del hecho artístico: las dichosas “chicharras”, pero ahora no desde los objetos, sino desde las pinturas. ¡Y siguen los “recuerdos”!: está la luna, no en lontananza, y sí en cercanía, a la par de los chillidos ensordecedores de los insectos nocturnos, llámeseles como se les llame. Estas pinturas son, claro, desde mi punto de vista, paisajes nocturnos construidos a partir de experiencias personales sin intento de describirlas, estimulando, al mismo tiempo, a que esos sectores de públicos afines a lo que observan, construyan otros paisajes, otros universos posibles. El estrato sonoro de la muestra, casi una pieza minimalista, se titula “Paisajes en decibeles” e hilvana los dos grandes planos de la muestra: el artístico (las pinturas, las fotografías, los objetos y el video) y el documental (un video del proceso de las “chicharras” bañadas en oro por medio de plasma en el microscopio electrónico de barrido, donde los electrones rebotarán en la superficie del insecto creando así imágenes que pueden llegar a parecer paisajes lunares): éstas serán las cuatro fotografías microscópicas de la piel de las “chicharras”, presentadas como documentación, y que dan pie a las fotografías artísticas ya en otra escala.

Jugar con lo cercano y lo lejano –lo macro y lo micro–, la luz y la sombra, lo tecnológico y lo artesanal, la factura individual mezclada con otras facturas anónimas (una interesante interdisciplina), entre medio y postmedios, entre obras particulares y puesta en escena museográfica. Llegado a este punto habremos de argumentar que lo antes expuesto sólo es posible de ser mirado si la propuesta curatorial-museográfica es eficaz.

La exposiciones deben ser una caja de resonancia a otra escala, mayor que las obras individuales que la conforman. En definitiva, las exposiciones son narrativas donde está presente una construcción de sentido, siempre abierta y nunca normativa, que intenta propiciar, crear un cierto sentido en otros. Esos otros son los diferentes sectores de público que asisten a las exposiciones y creen que están viendo obras cuando lo que están viendo son propuestas, ideas. De este modo una exposición es un espacio poder de convocatoria y de negociación. Si no funciona el espacio expositivo las obras, por interesantes que sean, quedan limitadas a lecturas limitadas.

Hoy, llega a prevalecer otro tipo de valoración de las obras de arte y de las exposiciones que las arropan. Más que el aplauso a una supuesta calidad o excelencia artesanal de las piezas independientes, a veces hueca, lo que se valora es su pertinencia con los espectadores, la capacidad de generar ideas o especulaciones y de hacer de los públicos entes activos. La capacidad de vincularse a un todo. Salvo que la excelencia tecnológica sea el centro en sí de la propuesta. En este aspecto la presentación y estructuración de ese todo ha de ser visto como una obra en sí.

Cuando se opina sobre lo que alguien nos propone como arte no normamos, simplemente hablamos de cómo nos hubiese gustado que fuera. No existen extremos tajantemente (algo es o no es); sino, algo es posible que sea. No hacemos una crítica moderna preceptiva, sino una lectura posmoderna que construye otra cosa, que nos hace sentir partícipes del hecho artístico y no considerarnos como un mero y pasivo lector. Es así que surge un nuevo criterio o forma de opinar y ver. Siempre fue así, siempre se opinó desde dentro, pero se temía externarlo, había otros más lúcidos que nosotros. Hoy lo que nosotros digamos también tiene visos de autoridad.

Después de los artistas productores de artefactos, son los públicos los que fantasean ante las obras individuales y hacen del andar por una exposición una acción coreográfica y no mero tránsito con la mente in albis. Y esto no sólo es completar lo que ven, también hacerlo otro: esto es hacer arte hoy.

Es entonces que, desde mi punto de vista y como un espectador más, la orquestación (curaduría) y la puesta en escena (museografía) de “Lontananza” son eficaces provocando que las obras imbricadas en tal narrativa resulten piezas, como la misma exposición, generadoras de sentidos. Siempre en múltiples órbitas y siempre en inapresable lontananza. No obstante, también me hubiese gustado que el video donde se muestra el proceso de canonización de las cigarras evidenciara todos los pasos del ritual, casi que didácticamente, para “ilustrar” o sacar de las sombras esas otras partes del proceso artístico que se desconocen. Asimismo, yo hubiese utilizado reflectores puntuales sobre las pinturas y fotografías para enfatizar las zonas de obscuridad y claridad, siempre modulados por un dispositivo que sutilmente nos haga perdernos en una coreografía lumínica a la par de convertir todo el espacio expositivo en caja negra (piso, techo, paredes…) donde, a su vez, la obra sonora actuara, desde otra dimensión. Las gradaciones que irían desde decibles muy altos, al punto de molestar, hasta silencios bruscos cuando acontece la muerte de las cigarras.

En fin, hacer de la exposición un paisaje inalcanzable, algo así como intentar dirigirnos, perpetuamente, hacia “Lontananza”, el letrero insistente y casi cerca, al que una barra nos impide llegar.

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