Joaquín Tamayo
Un poco por envidia y otro tanto por secreta admiración, Salvador Novo solía decir que su amigo, el escritor Jaime Torres Bodet (1902-1974), no tenía biografía sino currículum vitae. Se refería, por supuesto, a la larga lista de cargos públicos desempeñados por el poeta desde su juventud, porque si algún denominador común tuvo su existencia fue el de la precocidad, sobre todo en el ámbito de la burocracia y de las artes.
Dueño de una sólida formación académica y políglota, ocupó puestos relevantes y encabezó proyectos esenciales siendo muy joven, casi niño, de la mano de José Vasconcelos. Resultó, asimismo, uno de los secretarios de Educación más prominentes de la historia del siglo XX mexicano. Sus aportaciones marcaron un punto de inflexión en cuanto a lo que ahora se entiende por reforma educativa.
El libro de texto gratuito –empezó con aquella edición en cuya portada aparecía la Madre Patria– se debió a su visión progresista. Lo interesante es que pese a sus agotadoras encomiendas y a sus constantes estadías en el extranjero en su carácter de diplomático, el escritor nunca dejó de producir literatura: poesía, narrativa y ensayo, particularmente. Unos treinta y ocho tomos entre poemarios, novelas, monografías, crónicas de viaje y estudios introductorios, todos de la autoría de este miembro distinguido de la generación Contemporáneos, llamada así por la revista en la cual se agruparon.
En contrasentido a las declaraciones de Novo, demostró que no sólo tenía biografía, sino una amplia bibliografía de memorialista e historiador. Tiempo de arena y Memorias (cinco volúmenes) confirman su apego al dato preciso, a la coherencia discursiva y a la recreación puntual y emotiva del tejido social de una época.
No obstante, es en las biografías sobre sus héroes intelectuales, donde deja entrever su vastísima sabiduría de lector: sus pasiones más fervientes, sus influencias directas y la estirpe literaria a la cual pertenecía o, al menos, sentía pertenecer. Exploró, como pocos en lengua castellana, el siglo XIX en Europa. Trabajos suyos sobre Tolstoi y Proust, con el libro acerca de los realistas Stendhal, Dostoyevski y Pérez Galdós, prefiguraron de algún modo el texto que, en ese talante, terminaría siendo definitivo y total en su acervo: Balzac (Fondo de Cultura Económica, 1959).
Para Torres Bodet, Honoré de Balzac sintetizó el espíritu no sólo de Francia, sino de todo un continente, en el apogeo de la llamada era de la Revolución Industrial, pues con La Comedia Humana alcanzó a cuestionar la moral que ponderaban los dignatarios, los empresarios y la clase pudiente de aquellos días.
Con penetrante claridad, fijó el instante de la epifanía estilística del francés: “No volvería a escribir como sus maestros. Trataría, en lo sucesivo, de escribir como lo que era: como Balzac. Adiós las Clotildes y los Juan Luises. Resultaba preciso estudiar, en sus perfiles más nimios, las posibilidades de cada tema y entrar, en cada nueva obra, como en un misterioso laboratorio: con audacia, mas con respeto. No sé si haya pensado entonces Balzac en la tesis de Bacon: el que desea mandar sobre la naturaleza tiene, primero, que obedecerla. De cualquier modo, a partir de esos años, tal fue su táctica”.
Más adelante, examinó el argumento que fue recurrente en la saga balzaciana: el despilfarro, la sobreprotección a los hijos, el dilema entre el ser y el tener, la preeminencia materialista y la ingratitud siempre tan inherente en sus personajes.
Jaime Torres Bodet estudió detenida, morosamente, a una de las heroínas del narrador galo: Eugenia Grandet, como su mayor figura y, en el otro extremo, al conmovedor Papá Goriot; audaces los dos a su manera. Sin embargo, para ambos fue imposible escapar del destino que pavimentaron hacia el desbarrancadero.
Sin duda, el autor supo internarse en el laberíntico hemisferio de su novelista predilecto. Consignó así, una de las mejores biografías hechas en México en torno al clásico francés. Con una narrativa en la que se alternan el apunte reflexivo, la información confirmada y el vuelo lírico y elegante, el tomo adquiere la consistencia de un poderoso ensayo sobre literatura. Por todo esto, valdría la pena regresar a su legado. Sus poemas, sus cuentos y artículos yacen en bibliotecas o en librerías de viejo. Salvo especialistas, ya no se le lee. De alguna manera, con su suicidio murió también la reedición y la circulación de sus libros. Qué ironía: cada día hay más escuelas con su nombre, pero menos lectores para su obra. Esas son las desgracias de la fama.