Cultura

José Díaz Cervera

Un día compré una radiograbadora japonesa en abonos, a un compañero de la preparatoria que vendía objetos de contrabando. El aparato era un prodigio, de esos que los japoneses desarrollan combinando diversas posibilidades tecnológicas.

Con el aparato y tres casetes de audio, hice maravillas; podía grabar canciones directamente del radio y escucharlas cuantas veces se me antojara. Pronto desarrollé una estrategia que me daba buenos resultados, pues sintonizaba alguna estación calculando el comienzo de una pieza musical y la grababa; a veces la pieza me resultaba grata y la grabación buena y entonces la conservaba; a veces el resultado no era bueno y entonces borraba lo grabado.

Una mañana grabé una pieza que me subyugó. La interpretación era anodina y (después lo supe) el arreglo deplorable, pero la canción era un prodigio: “Volver con la frente marchita...”. El tango entró a mi vida por la rendija de una balada mal cantada.

Poco tiempo después conocí a Gardel y con un disco de Agustín Irusta entré en una dimensión emocional que no conocía. El tango no se andaba por las ramas: era pasión pura, ciudad, barrio bajo, malevaje: “A ver, mujer, repite la canción / con esa voz gangosa de metal…”; pero también era lucha de clases: “Un viejo rico que gasta su dinero / emborrachando a Lulú con el champán, / hoy le negó el aumento a un pobre obrero / que le pidió un pedazo más de pan…” y desencanto radical: “Siglo XX: cambalache problemático y febril…”.

Expresión de desclasados, jerga tejida con los retazos de lenguas muy diversas y dialectos delincuenciales, el tango me resultaba fascinante no sólo por su complejidad musical, sino porque en él siempre palpitaba un problema humano que interpelaba directamente las inquietudes, incertidumbres y desazones de mis dieciséis años, en los que me imaginaba como ese barco referido por Enrique Cadícamo en “Niebla del riachuelo”, ese “… barco preso / entre la furia de un tifón”.

Pero el tango no sólo era desolación, olvido y desencuentro (“Aunque te quiebre la vida, / aunque te muerda el dolor, / no esperes nunca una ayuda / ni una mano ni un favor…), también es sueño, locura, alucinación desmesurada que busca sus soluciones de continuidad en un mundo conflictivo para el que la única alternativa es la imaginación.

Quizá por eso, cuando escuché “Balada para un loco”, de Horacio Ferrer y Astor Piazzolla, quedé como cimbrado por una experiencia auditiva que fracturó mi conciencia estética.

La pieza fue escrita a finales de los años sesenta por el uruguayo Ferrer, y constituyó un hito en la historia de la música latinoamericana. La letra vanguardista, con una gran proximidad con el surrealismo, y la música, con una gran complejidad melódica y armónica, me deslumbraron.

El tango comienza con una imagen idílica de Buenos Aires, en la que irrumpe un personaje alucinado (“piantao”), “mezcla rara de penúltimo linyera (pordiosero) y de primer polizón en el viaje a Venus”; la pieza se escucha como navegando en un barco ebrio, dada su vocación delirante: “por la ribera de tus sábanas vendré / con un poema y un trombón / a desvelarte el corazón…”.

El tango entró en mi vida hace cuarenta y cinco años y sigue allí, escondido para las ocasiones especiales. Me parece injusto escucharlo en mis traslados por la ciudad, como un simple telón de fondo para aliviar la ansiedad de los minutos que pasan.

El tango debe escucharse como si fuera una homilía y siguiendo los rituales correspondientes. Yo, a veces, escucho algunos tangos en soledad porque no he encontrado en Mérida contertulios que compartan esa pasión enfermiza conmigo, como cuando en ebriedad extrema Carlos Illescas y yo cantábamos a todo pulmón: “Portero, suba y dígale a esa ingrata…”, y carne de cañón, rompíamos algo de esa efímera amargura que nos hacía entender que resistir es la mejor manera de conquistar el derecho de mirar la sombra propia.

Continuará.