José Díaz Cervera
Cuando el pasado sábado 14 salí de mi casa para pasar el fin de semana en la playa (básicamente para descansar), no sabía que nunca más regresaría a mi casa, ese lugar en el que he vivido los últimos diecisiete años de mi vida.
Y es que ni mi casa ni yo íbamos a ser los de antes porque –sencillamente– el mundo ya había cambiado de manera radical. En forma drástica, una era quedó atrás y ninguno de nosotros lo sabía e, incluso, aún hay quienes no se han dado cuenta. Eso que hasta el pasado domingo al mediodía llamábamos “normalidad”, quedó sepultado de golpe y porrazo. Dejamos atrás una vida que nunca más volveremos a ver.
Y es que el asunto no se reduce meramente a la sorpresiva suspensión de clases en todos los niveles del sistema educativo, ni a las transformaciones en nuestra manera de interactuar y de comportarnos frente a los demás (algunos bancos, por ejemplo, sólo permiten el ingreso simultáneo de diez personas en una sucursal para evitar aglomeraciones y conservar la llamada “sana distancia”), sino también a todo lo que gira alrededor de la pandemia que, a no dudarlo, puede verse perfectamente como un producto espurio de la globalización, pero también como parte de una cruenta guerra económica.
No. No tengo ningún interés en entrar en especulaciones “conspiracionistas”. Pero el colonialismo, desde su raíz, ha convertido al mundo en un campo de batalla y ello es absolutamente visible desde la historia misma del proceso de colonización del llamado Nuevo Mundo.
El coronavirus no es entonces sólo una epidemia que se ha globalizado, sino (curiosamente) el síntoma de una agudización de las guerras por el petróleo, el agua y las riquezas naturales que le quedan al mundo y que se constituyen como recursos que permiten alimentar la obesidad del capital.
Al pararse en seco la economía, la producción industrial se derrumbó estrepitosamente, más allá de que el impacto golpeó otros rubros de la economía como lo son el sector turístico o el sector energético (en el que el petróleo bajó su precio de manera dramática).
El resultado de todo esto es que el pobre se vuelve más pobre, al tiempo que se verifica un aumento de población que cae dentro de esa clasificación económica; paralelamente, los países emergentes se ven, por necesidad, obligados a abrirse de par en par a los grandes capitales, aumentando con ello su dependencia con respecto de los mismos. Al final del día, los ricos serán más insultantemente ricos. En los hechos, los inversionistas están pensando en una gran rentabilidad a mediano plazo (y, de hecho, apuestan a la agudización de la crisis), mientras el resto del mundo tiene una perspectiva apocalíptica de lo que sucede.
El colonialismo encontró, a través del Covid-19, una nueva forma de seguir adelante, y ello cambiará nuestras vidas de manera radical. Cuando el pasado viernes 13 de marzo dejé mi oficina para pasar un fin de semana “largo”, nunca pensé que un capítulo de la historia de la humanidad se cerraría y que, 48 horas después, el mundo comenzaría un cambio radical.
Nunca volveremos a lo de antes. Nunca. Estamos haciendo un ensayo global de lo que vendrá y proyectando las posibilidades de una nueva manera de vivir.