Cultura

Pedro de la Hoz

Ver cine y escucharlo es fórmula que unos cuantos siguen mientras esperan a que pase el vendaval contagioso al que estamos sometidos. Ver para escuchar se ha vuelto práctica común en la intimidad doméstica, ya sea la del ordenador o la pantalla de alta resolución. Las películas están llenas de música y hay películas expresamente musicales.

Ahora bien, otra cosa distinta es ver y escuchar al mismo tiempo; depende de que se logre, al más alto nivel, el equilibrio entre la imagen y el sonido. Para ilustrar esto último e incitar a los lectores a que hagan la prueba, se me ocurre apelar a dos películas, accesibles desde la plataforma Filmin, que se pierden en los catálogos del cine de autor. Las últimas generaciones, al menos las que crecieron al borde del nuevo milenio, apenas tienen referencias de ellas.

Una es El arpa birmana (1956), del japonés Kon Ichikawa. En Burma o Myanmar, país situado en el sudeste asiático, se desarrolla la trama por los días en que los restos del Ejército Imperial japonés derrotado en la Segunda Guerra Mundial intentaban retornar a casa. Una compañía intenta cruzar la frontera de Tailandia para huir de los aliados. Han peleado pero no saben a ciencia cierta por qué lo hicieron; cumplieron con un mandato de los superiores sin conciencia de que participaban en una empresa ajena a sus valores. La guerra los ha destruido y sólo la música alivia el sufrimiento. El líder de la tropa, el capitán Inouye, ha estudiado profesionalmente la música y en su fuero interno rechaza el militarismo. Estimula al cabo Mizushima para que ejecute el arpa birmana y despliegue el mayor virtuosismo posible.

Hacia la mitad de la película se produce un momento revelador: los soldados encuentran abrigo en una aldea de nativos birmanos que les descubre el alma de las montañas. A continuación los sucesos se vuelven incontrolables, los ingleses masacran a los soldados, y sólo se salva el arpista que, auxiliado por un monje, comienza un largo peregrinaje.

Pocas obras conceden a la banda sonora un papel protagónico tan preñado de simbolismo. Ichikawa confió el trabajo a uno de los compositores más prolíficos y ya, por entonces, más probados en el arte de colocar la música en el cine, Akira Ifukube, quien rescató páginas de las tradiciones musicales japonesa y birmana y puso de su cosecha algunos pasajes memorables.

Con El arpa birmana quedan atrás los estereotipos que esquinan la música no occidental al rincón de lo exótico, mientras se asimila un texto fílmico decididamente pacifista realizado con absoluta transparencia y honestidad intelectual.

En otro orden, también desde Filmin, pude remontarme a una obra que apenas rebasa la duración de un corto –se resume en sólo 32 minutos– y, sin embargo, posee una carga musical y emotiva entretejida con singular maestría: Antoine y Colette, incorporado por Francois Truffaut al filme colectivo de 1962 El amor a los 20 años, que reúne otras historias rodadas por el italiano Renzo Rosellini, el alemán Marcel Ophuls, el japonés Shintaro Ishihara y el polaco Andrzej Wajda.

Antecedida por Los 400 golpes, clásico de la nueva ola francesa, reaparece el personaje central de aquella cinta, Antoine Doinel. A los 17 años, trabaja en la fábrica de discos de larga duración de la firma Philips fabricando discos LP para mantenerse. Vive solo en una habitación amueblada en Place Clichy, y pasa el tiempo escuchando música clásica y ópera hasta que un día tropieza con Colette, una estudiante de la enseñanza media, y se enamora por primera vez.

A diferencia de Antoine, Colette cuenta con una familia cálida y solidaria, que acoge al muchacho. Ella no está muy convencida de que lo que siente por el joven es amor, algo que se evidencia cada vez más. La familia de Colette espera que ocurra un salto de calidad romántico entre ambos, hasta que un día un hombre maduro se encuentra con la muchacha en el pórtico del edificio y se marchan. Los padres y Antoine quedan en el apartamento, enmudecidos, con los ojos fijos en el televisor.

Entre el enamoramiento y su frustración, la música inunda la pantalla. Si bien Truffaut encargó la música a su compatriota Georges Delerue, prefirió que la mayoría de los temas fueran un reflejo del gusto del protagonista, de su obsesiva melomanía, y se avinieran con el temperamento de los adolescentes y el desenlace de la relación. De modo que nos damos banquete con los sabores de la música clásica y la canción dispuestos, como si se tratara de comidas, para el paladar de un gourmet.

Quien desee conocer la importancia que concedió Truffaut al arte de los sonidos, debe rastrear un raro cofre de seis discos titulado El mundo musical de Truffaut, distribuido por Universal Music France en 2014, con motivo de la retrospectiva parisina de su obra y una exposición sobre la trayectoria del cineasta.

De regreso a Antoine y Colette, Delerue aportó sólo un tema, que aparece al principio y en los créditos finales del mediometraje. Dura minuto y medio, un lapso que revela el talento de Delrue y su ajuste a las atmósferas fílmicas. Es un vals tocado con ligereza en su primer planteo, cuando todo está por suceder, y luego canción triste, de suave melancolía, interpretado por Xavier Despras.