José Díaz Cervera
Quizá la primera vez que vi un partido de futbol fue en la televisión, cuando desde Inglaterra se transmitió un juego de la Selección Mexicana durante el Mundial de 1966. Recuerdo que no entendía muy bien por qué, en un “saque de banda”, los jugadores tomaban la pelota con las manos cuando se suponía que todo debía hacerse pateando una pelota. Cuando le pregunté a mi padre sobre el asunto, sólo se encogió de hombros y se dio la vuelta (mi padre amaba el béisbol y me contaba que había jugado como short stop en el equipo de la “triplay”, en El Cuyo).
Durante mucho tiempo el futbol careció de interés para mí, hasta que apareció Enrique Borja, goleador de los Pumas de la UNAM; en esos años el Toluca había sido campeón, dirigido por un hombre peculiar, un tanto pintoresco y muy inteligente, que siempre tenía alguna frase cáustica que movía nuestro pensamiento: Nacho Trelles.
Nacido en Guadalajara, en 1916, y avecindado en la Ciudad de México a principios de los años 30, Nacho Trelles fue un personaje importante no sólo en el ámbito deportivo del México del siglo XX, sino también un distintivo cultural ligado a las aspiraciones de un país que buscaba el desarrollo y la modernización, al mismo tiempo que trataba de encontrar los caminos que le permitieran preservar algunas de sus tradiciones. En esos terrenos, Trelles siempre fue una voz crítica y hasta cáustica.
Hijo futbolístico de un deporte lleno de mitologías un tanto románticas que encarnaban los resabios de un coloniaje persistente (equipos como el Club España o el Asturias que representaban a los gachupines, frente a los “mugrositos” del Atlante o los prodigiosos “once hermanos” del Necaxa), Nacho Trelles vivió en primera fila el proceso de profesionalización del futbol mexicano y fue parte importante (quizá a pesar suyo) de su proyección mediática.
Trelles parecía entender bien lo que sucedía a su derredor. Era consciente de los pros y los contras que rodeaban a un deporte que se volvía cada vez más dependiente de la televisión y de sus necesidades económicas, al tiempo que rehén de intereses políticos. Trelles no sólo entendía el juego, sino también fue capaz de reconocer su dimensión política, estética y hasta cultural, por eso sus declaraciones siempre fueron corrosivas y tenían doble y hasta triple fondo.
Sin exagerar, Nacho Trelles fue cabalmente un filósofo del futbol en la medida en que trató de entender todo lo que hay detrás de la acción de competir, a veces incluso en situaciones desventajosas. En el límite, Trelles mandaba, por ejemplo, regar antes del partido el pasto de la cancha del Zacatepec para que el vapor del atardecer agotara al rival (Zacatepec está en la zona cañera del estado de Morelos, en una región donde el calor es infernal); en otra ocasión, al quedar su equipo de manera injusta en desventaja numérica y durante un ataque peligroso del equipo rival, Trelles arrojó un balón a la cancha para obligar a que el árbitro detuviera la jugada.
Yo conservo del entrenador jalisciense una declaración magistral cuando, a pregunta de un reportero sobre lo justo de un resultado favorable a su equipo, contestó: “…el futbol nunca es justo, sobre todo si tomamos en cuenta que uno busca que su equipo juegue bien y que el contrario juegue mal…”. A mis 20 o 22 años, la respuesta quedó girando en mi cerebro durante varios días.
Al morir Nacho Trelles, se cierra un capítulo del deporte y la cultura mediática de nuestro país. ¡Buen viaje, señor!