Cultura

Considerado el mejor pianista del siglo XX

Conrado Roche Reyes

Desconcierto absoluto en el Carnegie Hall. Antes de comenzar el concierto de la Filarmónica de Nueva York, el director Leonard Bernstein sale al proscenio y habla al público. Necesita decir que no está de acuerdo con la interpretación poco ortodoxa que esa noche va a hacer del concierto para piano 1 en Re menor, de Brahms. Bernstein no está de acuerdo porque no se van a seguir las indicaciones del compositor.

“¿Por qué me dirijo?”, se pregunta. Porque el pianista, el canadiense Glenn Gould, era, en su opinión, un artista extraordinario, y “su concepción es suficientemente interesante como para pensar que ustedes merecen escucharla”, dijo Bernstein.

A continuación, los espectadores de aquel concierto vieron aparecer a un hombre de aspecto desaliñado. Se sentó en una silla vieja. Era tan baja que cuando Glenn Gould se sentaba en ella y se doblaba hacia el piano, casi rozaba las teclas con la nariz. Recordaba a un borrachín en la barra de un bar.

Cuando Gould se adentraba en la interpretación caía en éxtasis y a veces se quitaba los zapatos o canturreaba en pleno concierto. Pero lo que inquietaba a directores y músicos, no eran estas extravagancias, sino que sus interpretaciones eran completamente diferentes, en general más suaves y lentas.

Era un genio. Una leyenda. Para muchos el mejor pianista del siglo XX, admirado por el gran Von Karajan. Nunca usaba partituras, apenas ensayaba, no le hacía falta porque “el piano se toca con el cerebro”.

Tenía tres cualidades que hacían que sobresaliese. Una memoria portentosa (leía una pieza y ya se la sabía). Una increíble capacidad de concentración y un “oído absoluto que me permite escuchar cerebralmente las polifonías más complejas y, por tanto, estudiar o componer paseando, incluso en medio de una multitud”, cuenta Gould.

Sumergía las manos y los brazos en agua caliente durante veinte minutos antes de los conciertos, se excusaba diciendo que no estaba en condiciones de dar lo máximo. Y él era el colmo del perfeccionismo. O lo excelso o nada.

Dejó de dar conciertos a los 34 años cuando estaba en la cima. Odiaba los conciertos. Le generaban angustia. No iba a ellos, “salvo a los míos, claro, a los que asistía religiosamente”, dijo con un fino sentido del humor. “Lo consigo a base de sedantes”, añadió. En los ajenos sufría por los intérpretes. “Me horroriza pensar que esos pobres hombres deben afrontar la misma responsabilidad que yo cuando toco”, explicó.

Se retiró de los escenarios en 1964, pero no de la música. Se dedicó a las grabaciones. Decía que así había que escuchar la música, enlatada y en casa, y que la tecnología era “benefactora”. También grabó dos películas y varios programas de radio. Le encantaba la radio, lo tranquilizaba, al igual que los hilos musicales. “Me pasaría la vida subiendo y bajando en un ascensor”, dijo. También le gustaba el teléfono, huía de la gente. Pero podía tirarse horas y horas hablando por teléfono, de música, por supuesto.

Es posible que este pianista genial, que falleció en 1982, padeciera una rara enfermedad. Lo cierto es que él negaba ser un excéntrico. Reconoce, eso sí, algunas particularidades. “Como me negaba a devolver los golpes cuando me pegaban, a los muchachos del vecindario les divertía meterse conmigo. Pero es exagerado decir que esto sucedía todos los días. A lo sumo, cada dos días”.

Con su madre –pianista aficionada– como profesora “supe tener música antes que palabras (3 años)” A los 11 años fue al conservatorio y a la vez estudiaba piano, órgano y composición. A los 19 años dejó de estudiar, ya no podía aprender más de otros.

No interpretaba las piezas como los demás. Sus grabaciones a piezas de Bach, son míticas. El público parecía no interesarle. Lo que sí necesitaba eran las medicinas. Viajaba cargado con una farmacia portátil. Tanta automedicación lo perjudicó, y no le prestaron atención cuando se quejó de los dolores de cabeza que eran síntoma de la infección que lo mató.