Cultura

Jorge Cortés Ancona

En estos días tan idénticos unos a otros, sin la personalidad de las fechas específicas, donde aún la Semana Santa ha quedado encapsulada en la indiferencia del tiempo, podemos darnos cuenta de tantas cosas que habían pasado inadvertidas.

Antes que todo cómo ha quedado al descubierto la catadura moral de tanta gente. En qué terrenos se están demostrando los lazos solidarios, las actitudes de respeto al prójimo, la intención de ayudarse unos a otros y en qué lados opuestos campea tanta bajeza, inconsciencia y maldad.

Odio brotado de tantas fuentes, de vecinos contra vecinos, de conciudadanos contra conciudadanos. De patrones que no se tientan el corazón de dejar al garete a antiguos y eficientes empleados aun cuando tienen los medios para apoyarlos. Tiempos en que los usureros están gozando, activos por considerarse más que esenciales ante las urgencias de la gente.

Sobre todo las malas acciones contra los trabajadores de la salud, justo contra quienes están luchando en el frente de avanzada, expuestos antes que nadie para salvar vidas o auxiliar en muertes dignas cuando éstas son inevitables. Pero el egoísmo se hace expansivo, se encarama en cualquier muro y dispara fango de estupidez a quienes están sosteniendo el entramado de la supervivencia.

También está quedando al desnudo un azote mundial de estos tiempos: el peor virus son los políticos. El engreimiento, el narcisismo, la obnubilación ante la realidad, el baño diario de elogios y la arrogancia de ser dueños de la subsistencia de los ciudadanos, a quienes pueden concederle o no la gracia de los dineros.

Pienso –mirando mejor a lo lejos– en esos políticos de otros países que expresan que tienen más responsabilidad que los médicos, enfermeras, policías y cajeras de supermercado y que por ser su labor más importante pueden pasar por alto las medidas sanitarias.

Estos días dejan en claro el valor de la ciencia y de los científicos, esos que en la rutina educativa han sido a menudo objeto de acoso escolar, víctimas de calificativos despectivos y de estereotipos obstaculizadores de las vocaciones. Una pregunta que se ha estado repitiendo es la de por qué los salarios de los trabajadores de la ciencia son tan abrumadoramente inferiores a la de tantos deportistas y gente del espectáculo.

De igual modo, ha aflorado la duda acerca de quiénes deben ser trabajadores de la cultura y el arte. Es comprensible la petición desesperada de apoyo que han expresado muchos, pero a la vez la dificultad legal de hacer viable la ayuda. Son legión los que cantan, tocan, danzan, escriben, dibujan, declaman y componen canciones, al grado de formar una maraña donde no se puede distinguir la parte permanente y necesitada de la que es sólo ocasional y accesoria o la que forman quienes tienen otros trabajos o medios que aún les permiten ingresos.

Un riesgo grande sería que gente que sí es realmente trabajadora de la cultura y del arte, pero que tiene un empleo que le sigue generando recursos, carezca de escrúpulos para hacerse con alguno de los apoyos, escasos a pesar de cualquier buena voluntad gubernamental.

“¡Más valdría, en verdad, / que se lo coman todo y acabemos! // ¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!”. Lejos de encarnar la angustia de César Vallejo, expresada también en otra de sus advertencias: “¡Y si después de tanta historia, sucumbimos, / no ya de eternidad, / sino de esas cosas sencillas, como estar / en la casa o ponerse a cavilar!”, cabe mejor asumir la serenidad de Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.

En la superstición de los números habrá que ponderar qué tan propicio terminará siendo este año simétrico, andante e implacablemente guerrero.