Cultura

Conrado Roche Reyes

I

El espectáculo ya entonces cautivante del cinematógrafo logró reunir en esos años, con poder casi magnético, a los jóvenes. Aún no había envejecido el recuerdo de las películas episódicas que fueron marco de la niñez en mi pueblo y ahora entiendo que las teníamos olvidadas, con fácil desmemoria de juventud, de gente que vive la ilusión al día.

Desde la calle de San Ildefonso hacia todos los rumbos de la ciudad desembocan los jóvenes, rumoroso y estremecido río humano en los cines de moda. A nuestras costumbres de clase media, o a nuestra heroica penuria de pueblo verdadero, el cine era una diversión cabal, y pronto sería pretexto dulce para el bien llamado amor estudiantil, cuyo recato sin penumbra buscaba –adormecida sombra protectora– la suave penumbra de los salones de aquel tiempo. No hubo mayor gloria a la temblorosa emoción de nuestro anhelo de sentirnos orgullosamente acompañados a una sesión del cine. La cita parecía tener el olor de un perfume o la gracia de un poema era, de todos modos, la voluta de un sueño que flotaba en el aliento de aquellas primaveras, y que oscilaba con ondulaciones que iban del corazón a la garganta opresa y a los ojos arrasados de ternura. Todo fue a causa de las colegialas que tuvieron quizás redondeces de ánfora, suavidad de pétalo, colegialas mágicas y pueriles que pusieron aquella tan grande luz de su presencia en la tartamudeante audacia con que las descubrimos.

A nuestra zozobra enmarañada fueron antesala y proscenio las escuelas de señoritas que estaban más en boga. Entre las muchas llamas y colores que hacían del cielo un estandarte a las diecisiete horas, digiérase que, escondida en los pliegues del aire alterado, una misteriosa imagen saturaba la atmósfera. Todos los años, a esa hora de oro de la tarde, nuestra juventud se concentró a las puertas de la escuela “Miguel Lerdo de Tejada” de la escuela corregidora, de la “Sor Juana Inés de la Cruz”, de la “Gabriela Mistral”, del colegio francés para señoritas, allá en la ribera de San Cosme y de la escuela de Artes y Oficios, que estaba en el corazón de mi antiguo barrio.

A ese ritmo construimos la mayor densidad de público cineasta. Fueron inolvidables los paseos dominicales –antes de penetrar al viejo Majestic– en la alameda de Santa María de la Ribera, con su delicioso pabellón morisco del centro, aquel que construyera Ramón de Ibarrola para la exposición internacional celebrada en París en 1899, que luego dio lustre en el sitio que ahora ocupa el Hemiciclo de Benito Juárez. Nunca como allí volvería a tener nuestra ciudad reunidas a todas las más hermosas señoritas mexicanas, surgidas en el claro del parque como un roce de seda que interrumpe en el silencio para abrir el paisaje de un cuento, un cuento que era un sueño mecido en ese parque. Giraban ellas en torno de ese quien, como un jardín que caminara con curva ondulación imponderable como un tránsito lentamente inquietante de azucenas y rosas, de botones de flor que eran promesa de cimbreantes figuras delicadas, de pies con zapatillas de charol, cuya finura al apoyarse producía un movimiento imperceptible que en la cintura era cadencia, ritmo de caminar, dejó fascinante de la gracia. Y a todo esto, un panorama de contrastes de cabellos, como una lluvia alumbrada por el sol. Y las negras crenchas prodigiosas que parecían dotar de brillos húmedos a los morenos rostros mexicanos de tono canela claro, cuyo resplandor estaba en unos ojos verdes hechizados, ojos renacentistas que atraían al propio tiempo que olvidaban bajo la tenue sombra azul de las grandes pestañas. A tersa luz del día ellas eran la tersa luz que acariciaba al día. Estriadas de fulgores sus siluetas de formas cinceladas con fuerza irresistible, ellas eran la sonrisa con que la primavera aspira intensamente su propia savia, su luz, su breve tiempo.

Esos primeros años de la juventud se entrelazan al recuerdo de aquel concurridísimo cine Progreso Mundial. La fama del antiguo salón rojo se había esfumado, heredándola en buena parte el viejo Majestic y, en nuestro barrio, el Goya y el Mundial. Este nos dio una pista para patinar, con lo que atrajo a cuantos destinábamos antes las “pintas” a dar vueltas con patines embalados en la ciudadela, en torno de la estatua de Juan María Morelos. Aquel cine impuso la costumbre –de igual suerte que el cine Goya– de los “dancings” dominicales. El negocio fue redondo para los García, mis viejos conocidos de Mesones y Regina, recién llegados a la industria de la exhibición cinematográfica… Esta historia continúa.