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Pasar la página puede, en ocasiones muy especiales, significar lo mismo que cerrar un libro. Todo en este mundo, hasta el mundo mismo, llega a su fin, en sí y para los demás. Pero hay de modos a maneras, desde la gentil hasta la agresión, hay quienes mueren en sueños, como los ancianos en la edad de los dioses y otros sangran en el lodo de una trinchera, combatiendo guerras absurdas.

A mediados del mes de marzo del año 2020, corrían noticias por los medios, cuyo tenor me recordó al prólogo del Decamerón y a los salones de La máscara de muerte roja. Las ciudades en Asia y Europa eran puestas en cuarentena, las fronteras del mundo se cerraban por decreto y los vuelos internacionales se cancelaban uno tras otro. Primero se pospusieron los Juegos Olímpicos, cuya llama ya había sido encendida en Grecia, y luego las más sagradas ceremonias del rito católico se realizaron a puertas cerradas en una basílica, la de San Pedro, vacía de fieles multitudes. Los canales desiertos de Venecia mostraron sus aguas diáfanas como cristales de Murano y se abrieron fosas comunes en Nueva York. En Guayaquil, Ecuador, parvadas de buitres sobrevolaban hogares a donde nadie iba por los fallecidos; las familias de aquel punto convivieron días con su pena y sus muertos y, algunas, sacaron estos cuerpos a las calles y, se dice, que hubo quienes optaron por incinerar a cielo abierto a quienes sucumbieron a la enfermedad.

Cuando me llegaban estas imágenes de lejos, un auto parlante aconsejaba todos a recluirse por su propio bien y el de la población en general. La autoridad ordenó el cierre de las escuelas y, quién sabe por qué motivo, decidí poner en orden la oficina, arreglar mis cajones, acomodar los libros, cerrar hasta el último expediente y limpiar todos los rincones, con calmosa lentitud y sepulcral silencio. Retiré el polvo de las carpetas, alfabeticé las prioridades y me pregunté cuándo volvería a ver esos objetos y cuándo me sentiría nuevamente en aquella silla tan cómoda.

El 26 de enero de 1577, fray Luis de León regresó a su cátedra en la Universidad de Salamanca, después de cinco años en las prisiones del Santo Oficio y comenzó la lección con la frase “decíamos ayer” en latín.

Este episodio tan célebre, me parece fantástico de principio a fin. Solo podría igualarlo la ocurrencia de un loco tan genial como el poeta que escribió:

¡Oh, despertad mortales!

Mirad con atención en vuestro daño.

Las almas inmortales,

Hechas a bien tamaño

¿Podrán vivir de sombra y de engaño?

En nuestro presente con prisas, donde todo se tiene que hacer para ayer, toda interrupción es catastrófica y trágica como un accidente en las autopistas federales, resultan todas de un exceso de velocidad, de consciencias enervadas y suceden en las curvas más inesperadas.

¿Qué pasará, lector? ¿Qué diremos mañana al abandonar nuestros hogares que hoy son como tumbas? Y al preguntarte escribo en presente lo que comencé en pasado. En principio, al conjugar de esta manera quise pasar la página final y cerrar este libro de peste y de tristeza.

¿Pueden las artes y la historia ayudarnos en este instante de dolor? Cuando comencé estas líneas no había leído, visto ni probado tampoco lo que he hecho al llegar hasta este punto. Solo me consta y sé que los manjares que son los buenos libros, música y espectáculos hacen de la vida una experiencia más humana, digna y soportable. Cuando superemos esta angustia pasajera, los que logren salir a contarla, reabran sus cajones, retomen el curso de su pensamiento y, cerrando este volumen, construyan una sociedad menos opulenta en tecnologías y sofisticadas rapideces y más rica en saberes y emociones.

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