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Olivier Debré no escatimó metros de tela para dejar testimonio de lo que quiso hacer: pintar en grande, como si el espacio no le bastara, como si en las vastas superficies hallara la clave de su propia existencia.

Sus compatriotas franceses le han rendido un discreto culto, los más entendidos ponderan la obra de un pintor que sienten necesario. No porque los deslumbre demasiado, pues otros nombres y obras de la segunda mitad del siglo pasado han hecho mucho más ruido, pero en el c

ampo donde Debré se movió con mayor soltura, sobre todo a partir de los años 60, habita una estación por la que hay necesariamente que transitar.

Entre los pintores abstractos franceses de la postguerra, Debré ocupó una posición de avanzada. La crítica describió su obra en las antípodas de la abstracción geométrica del cubismo a lo Cezanne o a lo Picasso, y destacó la singularidad de sus atrevidas salpicaduras de color aplicadas con pinceladas gruesas destinadas a crear un ambiente de sensualidad y poesía.

“Para mí, la pintura y la emoción son inseparables”, dijo al inaugurar su última gran retrospectiva en París, en 1995. Fue en la Galerie du Jeu de Paume, de la Place de la Concorde. “Solo puedo pintar con sentimiento”, insistió ante la prensa; ignoraba que no tendría otra oportunidad de ver su obra reunida; cuatro años después murió en la capital francesa.

Los habitantes de Tours lo tienen como un amuleto que prestigia la vida cultural de la ciudad, dada la apertura del Centro de Creación Contemporánea Olivier Debré (CCCOD), cuyas colecciones del arte más cercano a nuestros días se encuentran entre las de mayor relieve estético en el país. Debré era parisino, pero había comprado una propiedad rural a orillas del Loira, desde la cual cultivó sus vínculos con Tours. Una trama en la que quiso siempre desmarcarse de los posibles usos políticos inevitables para quien fue hermano menor de Michel Debré, el conocido colaborador de De Gaulle y Primer Ministro entre 1959 y 1962.

Con legítimo orgullo las autoridades, las instituciones culturales y la comunidad artística de Tours comenzaron a celebrar el centenario del nacimiento de Debré el 14 de abril de 1920. Por suerte, anticipadamente, en mayo del año pasado abrieron la exposición Los nenúfares de Olivier Debré, en la Galerie Blanche, del centro que lleva su nombre.

Seis gigantescos óleos sobre lienzo ocuparon el local; cinco en las paredes y el otro en el piso. Cada uno lleva por título el de la gama cromática dominante: Rojo, Amarillo¸ Azul, Verde, Violeta y Gris. Cinco de ellos pertenecientes a las colecciones del centro; Gris cedido en préstamo por el Barco Europeo de Inversiones, con sede en Luxemburgo. Hubo quienes especularon sobre las raíces inspiradoras de las telas. ¿El río o la atmósfera junto al río? ¿El cambio de las estaciones? ¿Pasión por la poesía o poesía de la pasión?

Las únicas nociones ciertas pasan, de una parte, por la manera explícita con que Debré, al pintar estas obras, hizo un guiño a la fijación de su ilustre compatriota impresionista Claude Monet con los nenúfares –llegó a componer 250 obras temáticas entre 1920 y 1926– y, de otra, por el desplazamiento de los más mínimos atisbos realistas a favor de una expresión puramente sensorial.

Sobre esto último llamó la atención el curador Alain Julien-Laferrière: “La desaparición del sujeto es la gran revolución pictórica del siglo XX. La fotografía se convierte en la técnica de representación. Y, poco a poco, muchos pintores desaparecieron a los sujetos. Debré estaba consciente de ello y en consecuencia actuó con lucidez, lanzándose a fondo casi toda su vida”.

En realidad, la concepción pictórica de Debré parte, más que de la academia, de las vivencias personales y colectivas de los años 50, cuando se inserta en la nueva generación de pintores de la Escuela de París, entre los que cabe citar a Pierre Soulages, Nicolas de Stael, Serge Poliakoff y María Elena Vieira da Silva. Ya entonces probó a ampliar superficies. No solo pintó, sino teorizó sobre lo que pintaba en un ensayo titulado Espacio imaginado, espacio creado. Allí dijo: “La pintura no es más que tiempo y color convertido en espacio”. Convicción suya que ganó terreno luego de admirar y a la vez poner distancia de los expresionistas abstractos de Estados Unidos.

Por esa senda creó lo que llamó signes-personnages y signes-paysages, con los cuales retó la memoria visual de los espectadores a la caza de mensajes reconocibles en términos narrativos o anecdóticos inexistentes ante una radical experimentación formal. Este enfoque permeó las obras monumentales por las que ganó más publicidad, en los pabellones franceses para la Expo Mundial 67 de Montreal y la Expo Mundial 70, en Osaka. En los años 80 y 90, decoró los telones de boca de la Comedia Francesa, la Opera de Hong Kong, la nueva Opera de Shanghái y el Theater des Abbesses en París.

La celebración centenaria en Tours se ha visto tronchada por la pandemia de Covid-19. El CCCOD durante un año organizó un periplo por galerías a lo largo del país en busca de talentos en condiciones de producir una confrontación artística con el legado de Debré. Los jóvenes Mathieu Dufois, Fabien Mérelle, Massinissa Selmani y Claire Trotignon fueron seleccionados y ya estaba a punto la exposición cuando llegó el coronavirus y echó por tierra los planes. No se ha dicho la última palabra. Después de la pandemia Debré y los jóvenes tendrán, todo parece, una segunda oportunidad.

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