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Cultura

Joaquín Tamayo

Desde sus inicios en el periodismo, desde sus primeros atisbos en la prosa de la inmediatez, Lawrence Grobel insistió en otorgarle a la entrevista el carácter de género literario. Congruente con esa consigna, el entonces joven reportero se propuso trabajar sin concesiones sobre los esquemas adecuados para hacer del ejercicio de la conversación una forma penetrante, estética y perdurable, que lograse sobrevivir más allá de las coyunturas informativas durante las cuales fue escrita y publicada.

En pocas palabras, se esmeró en convertir la entrevista de semblanza en una estructura rigurosa, atractiva y capaz de proyectar por completo la personalidad del entrevistado, con sus zonas iluminadas y sus hemisferios oscuros, muy distinta a la ligereza y a la frivolidad que ha caracterizado a muchos entrevistadores lo mismo en textos impresos que en los medios electrónicos.

A través de obras como Conversaciones con Truman Capote, Especie en peligro de extinción, Brando al desnudo y El arte de la entrevista, Grobel ayudó a restituir el verdadero valor del diálogo de fondo, desarrollado con pormenores, entre alguien que quiere saber y alguien que tiene algo que decir, y que debe decirlo bien y para siempre.

Sin embargo, es en Conversaciones con Al Pacino donde el norteamericano consigue que la entrevista pura alcance niveles realmente artísticos, literarios. No es que sus libros anteriores carecieran de la profundidad o de la belleza requeridas. De hecho, son trabajos igualmente sólidos, de escrutinio incisivo, casi policial; en el caso de El arte de la entrevista, por ejemplo, expone las teorías y recursos que luego aplicaría en el resto de su obra.

Pero en Conversaciones con Al Pacino se cumple una máxima de Umberto Ecco, que en el tema de la narrativa solía definir: “Si conoces el tema, el lenguaje llegará solo”. A cambio, con respecto a la poesía, afirmaba: “Si dominas el lenguaje, el tema llega solo”.

Y, en efecto, Grobel, antes de plantearse el tomo sobre Pacino, conocía ya de sobra la materia en torno a la cual acabaría trabajando. Llevaban más de veinticinco años de amistad. Grobel había abordado al actor en diversas épocas para escribir perfiles suyos en revistas de la calidad de Playboy, Rolling Stone o New Yorker.

La frecuencia de sus encuentros, pero especialmente la impresión confiable que Grobel le había causado desde el inicio de su relación, propició que Pacino comenzara a verlo y tratarlo como un amigo cercano. El producto de ese vínculo se ha inmortalizado en el libro que nos ocupa. Es un largo diálogo, apenas delimitado por capítulos e interrumpido por determinados párrafos no tanto descriptivos, sino de contexto.

Una de las mayores lecciones de Grobel radica en su humildad periodística, en ubicarse a propósito en un segundo plano, muy discreto, únicamente entregado a servir de hilo conductor de las charlas con su amigo.

Traducido por el novelista colombiano Juan Gabriel Vázquez, Conversaciones con Al Pacino repasa la historia de Hollywood en los últimos cincuenta años, revisa los entresijos de las grandes producciones, examina las virtudes del teatro independiente en Estados Unidos, reflexiona sobre la preeminencia de Shakespeare en las letras actuales y desgrana las técnicas de actuación empleadas por el artista. Sus motivaciones, sus miedos, sus depresiones y sus pasiones trazan el complejo mapa emocional de quien ha participado en algunos de los clásicos contemporáneos más importantes.

Pero, contrario a lo que pueda pensarse, los parlamentos entre uno y otro nunca son condescendientes ni cursis. Grobel y Pacino se cuestionan, se critican y se confiesan. Incluso, hay un pasaje en el que el actor le recrimina estarse suavizando como periodista, mientras Grobel lo orilla a revelarle cuáles son sus mayores penas, sus fuentes de dolor, de sufrimiento.

Termina siendo esclarecedor, cuando Pacino le responde acerca de la depresión: “¿Es la depresión darse cuenta de que nos han dado un billete solo de ida? Voy en mi coche, miro por la ventana y veo a toda esa gente y pienso: Esta gente no quiere estar aquí. Así que toma alcohol o drogas o cualquier cosa para alejarse de esto. Lo que sea con tal de no estar aquí. Es muy comprensible”.

Además, a diferencia de los entrevistadores que parecen competir con sus entrevistados, el escritor nunca forcejea con su interlocutor ni le disputa el sitio protagónico. Grobel no intenta ser más Pacino que el actor. No busca un duelo con Michael Corleone o con Tony Montana. Consigue un dueto con todos los Al Pacino que hay en el intérprete. De no ser así, la estrella cinematográfica jamás le hubiera dedicado las siguientes líneas:

“Es un hombre persistente aunque nunca malicioso. Su interés por la gente es genuino; por eso es tan buen escritor. Por alguna razón ha llegado a interesarse por mí. Sigo intentando porqué resulta tan fácil hablarle, confiarse a él. Supongo que en eso radica su talento. Larry yo nos conocemos muy bien (tan bien como es posible que se conozcan dos personas). Nos hemos perdonado varias veces. Yo lo he perdonado por escribir este libro. Espero que él me perdone por escribir este prefacio”.

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