Por Pedro de la Hoz
Maravilla la capacidad de desdoblamiento de Jonas Kaufmann en el mundillo de la ópera, que muchas veces para mal se homologa con el de las competencias deportivas. El tenor alemán ocupa una de las más altas puntuaciones entre los de su tesitura actualmente activos.
Me niego a entrar en la bizantina e inútil discusión de si Kaufmann es el uno, el dos, el quinto o el décimo en el ranking, de si es mejor o peor que este o aquel, o de que si vale compararlo con uno de los monstruos sagrados del pasado o con algunos de los jóvenes que deben estar pisándole los talones.
Acerca de tal distorsión, Kaufman ha dicho: “El mundo de la ópera y la música clásica es interesante, sobre todo porque podemos disfrutar de una enorme gama de posibilidades interpretativas. ¿Por qué hay que destacar la «mejor» grabación de Tosca o Tristán e Isolda cuando podemos disfrutar de lecturas muy distintas de esos títulos? No quisiera renunciar nunca a esta variedad, y sería bueno si tuviéramos más que un dream cast para ciertas piezas. En principio, los superlativos son problemáticos incluso para quien los recibe, porque dan lugar a contradicciones. Cuanto más alto se coloca a alguien en un pedestal, más disfrutan algunas personas con derribarlo”.
Kaufmann es Kaufmann por sí mismo y lo demás sobra; concuerdo con el poeta Miguel Barnet, quien lo admira sin reservas, en que el tenor alemán convence más allá de los empujones mediáticos. Un día hicimos la prueba al escuchar seis interpretaciones diversas del aria E lucevan la stelle, de la Tosca, de Puccini. La de Kaufmann era sencillamente diferente, no solo por el color de su voz, sino por la íntima relación del fraseo con el mensaje dramático de la pieza.
Hace pocas horas dio muestras de una comprensión del hecho musical que no siempre se tiene. En la noche del lunes, sumándose a la iniciativa de tantos artistas por satisfacer las apetencias espirituales de los espectadores confinados, compareció vía streaming, junto a colegas suyos de la Ópera de Munich. Seleccionó para ello el ciclo de canciones de Robert Schumann, Amor de poeta (Dichterliebe, op. 48).
Afortunadamente la casa muniquense liberó la señal para que todos, con una buena conexión, accedieran a ella. Olvidémonos de la calidad de la recepción, de la apreciación de los detalles mínimos. A miles de kilómetros de la fuente no podía pedirse más, no estábamos en el teatro, sencillamente asistíamos a un acontecimiento dictado por una generosidad que se agradece en medio de la contingencia. Más cuando junto a Kaufmann, Elsa Benoit cantó arias de Handel para rendir tributo a la memoria de Sir Peter Jones, recientemente desaparecido y por años intendente de la Ópera de Munich, y otros músicos del colectivo ejecutaron el Cuarteto en re sostenido mayor K. 493, de Mozart.
Amor de poeta (1840) dignifica los valores humanistas tan caros a la escuela romántica europea. Schumann, como otros de sus contemporáneos, rindió culto a la poesía de su compatriota Heinrich Heine. De ahí que escogiera 16 poemas contenidos en la antología heininiana publicada en 1827 bajo el título Libro de las canciones (Buch der Lieder).
Allí el poeta resumió las pautas del movimiento literario: sentimentalismo, emoción, nostalgia, melancolía, amores imposibles, devoción por la naturaleza, ardores anímicos. En los poemas que Schumann tomó para sí el tema se circunscribe al amor en toda su extensión y perspectivas, el enamoramiento inicial, la dicha efímera, la desilusión, y un final donde se vislumbra algo de reproche y resignación, pero también resquicio esperanzador. Tan estimulante fue para el compositor la lectura de Heine que en tan solo dos semanas escribió la partitura, ansioso por hacerla escuchar a amigos y de modo muy especial a su amada Clara.
¿Por qué hablamos de desdoblamiento al inicio de esta nota? Digamos que los cantantes acostumbrados a proyectarse en el repertorio operístico del siglo XIX y principios del XX no suelen amoldarse a las exigencias de la canción o lied alemán. La modulación de esta no tiene nada que ver con las de la escena, por no hablar del fraseo ni la dicción musical. Kaufmann paladea cada verso, no con la intención de brillar, sino consciente de que su interpretación funciona como una mediación entre las imágenes literarias, la carga melódica con que Schumann arropó los textos y la sensibilidad del oyente.
Para llegar a tamaño resultado, Kaufmann ha debido identificarse consustancialmente con la propuesta de Schumann y dejar atrás las tentación de confrontar su pretensión con las de otros grandes que han asumido el ciclo de canciones.
También como oyente tuve que poner distancia, sobre todo a una de las interpretaciones paradigmáticas disponibles de Amor de poeta. Me refiero a la grabación del barítono Dietrich Fischer-Diskau y el pianista Alfred Brendel. El célebre cantante alemán dijo más de una vez que prefería entonar lieder no por complacencia nacionalista, sino al permitirse el gusto de lograr la más alta fusión de música y poesía.
En la carrera de Kaufmann, el ciclo schumaniano le ha deparado episodios imborrables, como cuando en el 2015 lo llevó a Nueva York. El diario The New York Times observó: “La mayoría de los tenores, después de cantar el desafiante papel principal de Werther, de Massenet, especialmente para la noche de estreno de alta presión de una nueva producción en la Metropolitan Opera, darían la bienvenida a unos días de descanso. No el incansable tenor alemán Jonas Kaufmann. Dos días después de que triunfó como Werther en la nueva producción del Met, Kaufmann hizo su debut en el Carnegie Hall.
Recurrió al ciclo de Schumann, Dichterliebe. Muchos cantantes presentan este trabajo familiar casi como un soliloquio dramático, representando los sentimientos de dolor en las palabras y la música. Pero un recital de canciones también es una especie de lectura de poesía musicalizada, y la actuación de Kaufmann fue ennoblecida por la elegancia poética y la moderación”.
Algo por el estilo sucedió la noche del lunes en Munich, apoyado por el inteligente y sobrio discurso pianístico de Helmut Deutsch, su acompañante favorito. Amor de poeta impregnó el éter de auténtico lirismo.