Pedro de la Hoz
La primera vez que escuché un sitar fue en la canción Norwegian Wood, de Lennon y McCartney, por Los Beatles. Formaba parte del disco Rubber soul, de 1965, que un beatlamaníaco emperdernido, compañero de estudios secundarios, lo reprodujo asordinado en el tocadisco ruso de la escuela para que los instructores a cargo de los becarios no pusieran el grito en el cielo.
No hubiera sido nada del otro mundo si no fuera porque George Harrison pulsaba de arriba abajo las siete cuerdas básicas del sitar en los tres minutos de duración del corte. Nunca antes había prestado atención a los instrumentos musicales de la India y juro que valió la pena la iniciación, pues en la tampura, la tabla, la pepa y la sarinda y, por supuesto, el sitar, encontré resonancias ancestrales que debían y podían conectarse con los referentes de la música occidental.
Cuando Harrison descubrió el sitar, sabía que para dominarlo tendría que arrimarse a un maestro del instrumento y quién mejor que Ravi Shankar, dueño de un nombre que comenzaba a ser conocido fuera de la India.
Shankar había nacido el 7 de abril de 1920 en el seno de una familia de artistas. Su hermano Uday destacó como bailarín e innovador de la danza moderna en su país. El joven Ravi bailó en algunas producciones de su hermano, pero el sitar pudo más y se entregó al estudio con el venerable profesor Ustad Allauddin Khan, hasta llegar a posicionarse como un virtuoso entre tantos intérpretes de su tiempo.
Sus intereses iban más allá de las cuerdas pulsadas: compuso música para la Asociación de Teatro de los Pueblos Indios, adaptó a la escena cantada pasajes del libro de Nehru, El descubrimiento de la India, y postuló para ocupar el cargo de director musical de All India Radio.
La industria fílmica lo valoró por sus aportes, entre ellos la banda sonora de dos realizaciones catalogadas como clásicos del cine de todas las épocas, Pather Panchali y El mundo de Apu, ambas de Satyajit Ray, estrenadas en el segundo lustro de los años 50.
En junio de 1966 se produjo el encuentro entre Harrison y Shankar en Londres. El beatle no perdió pie ni sonido, mientras la industria fonográfica, ávida de novedades, comenzó a acuñar el término raga rock, como lo haría después con world music o músicas del mundo, traje en el que entallarían al compositor y sitarista indio. Al dejar de ser beatle, luego de la desintegración del cuarteto, Harrison se empleó como productor musical de Shankar.
De esa conjunción surgieron proyectos tan convocantes como Concierto para Bangladesh, destinado a recaudar fondos para los damnificados por las inundaciones en ese país asiático, o musicalmente tan ricos como los discos de estudio La familia Shankar y sus amigos y Festival de la música de Ravi Shankar para la India, ciclo redondeado veinte años después con el álbum Cantos de la India y el rescate de la película que registró un concierto del sitarista en la Royal Albert Hall, de Londres. Los cuatro fonogramas conformaron el cofre Collaborations, dedicado a conmemorar en 2010 el nonagésimo aniversario de Shankar.
Este dijo del músico británico: “Harrison no sólo tenía talento sino fibra suficiente para entender el mundo espiritual que se abría ante él; por eso nos llevamos bien”. Harrison dijo de Shankar: “Me dio lecciones de paciencia, compasión y humildad. El hecho es que él podía hacer un concierto de cinco horas, y al mismo tiempo podía sentarse y enseñarle a alguien desde cero lo más básico”.
En verdad, Harrison puso de moda a Shankar en la cultura de masas. Pero al indio le preocupaba esto. Si bien la extraordinaria gira emprendida por ambos en 1974, con 50 conciertos y la participación, entre otros, de la cantante Lakshmi Shankar, el flautista Hari Prasad Chaurasia, y el tablista Alla Rakha, convirtió al artista en el principal exponente de la cultura musical de su país en Occidente, no le convencía la trivialización mediática de sus conciertos que terminaban por venderlo como mercancía exótica. Ya había pasado un mal rato en Woodstock, evento en el que su intervención se perdió en las brumas de una multitud que esperaba otra cosa de él.
A pesar de ello razón posee el crítico español Diego Manrique al señalar: “Ningún otro músico clásico tuvo tanta influencia en la evolución del pop. Es posible que Segovia despertara idéntica veneración entre los guitarristas de los sesenta pero don Andrés no se mezcló con los melenudos. Ravi lo hizo, aún a sabiendas del riesgo”.
Mucho más cómodo se sentía Shankar entre sus colegas occidentales de la música de concierto. Por los días del primer acercamiento de Harrison, ya se había generado una corriente de simpatía entre el violinista neoyorquino Yehudi Menuhin y el sitarista, que fructificó en las grabaciones icónicas West meets East (1967) y West meets East II (1968). El primero obtuvo el Grammy al Mejor Album de Música de Cámara.
Esos trabajos antecedieron a la escritura, grabación y estreno del Concierto para sitar y orquesta (1971), en alianza con Andre Previn y la Sinfónica de Londres. El público que asistió a la primera audición de la obra en la Royal Albert Hall quedó fascinado ante la perfecta combinación entre el espíritu de los ragas de la cultura indostánica y las armonías occidentales.
Entusiasmado con el resultado, Shankar escribió un segundo concierto, estrenado el abril de 1981 con la Filarmónica de Nueva York, bajo la dirección de su compatriota Zubin Mehta. En la partitura recreó nada menos que 29 ragas a lo largo de los cinco movimientos. En la actualidad esa obra es uno de los caballos de batalla de su hija Anoushka, consideraba una de las grandes sitaristas de nuestra época, quien organizaba, junto a su madre y viuda del músico, la jornada conmemorativa por el centenario de Shankar, pospuesta debido a la pandemia del Covid 19. Cuando pase el vendaval, habrá tiempo para celebrar a Ravi Shankar.