Conrado Roche Reyes
Una nueva sombra sobre el escampado. El machete de mi padre, el que llevaba en sus salidas al monte, el que más tarde le vi utilizar para abrirle las tripas a un venado, clavándoselo en el vientre hasta la empuñadura, luego cortarlo hacia arriba, con los músculos del antebrazo hinchados, derramando intestinos verdosos, humeantes, sobre la hierba. La luz de la fogata transformaba el machete en una espada.
–¿Ven a ese hijo de p...? Si pesco a un tipo con mi mujer, le salto por la espalda, le corto el p… Y tendrá que huixar sentado el resto de sus días, ¿no es eso, Justino?
Era la voz de Florencio Dzib. Me llevé las rodillas al pecho y las rodeé con los brazos. En toda mi vida había tenido tanta necesidad de “ensuciar”, ni la he tenido después.
–¿Qué harías con tu mujer, Justino? –preguntó “El Chop”, que estaba muy borracho. Incluso podía reconocer cuál de las sombras era la suya. Se mecía hacia adelante y atrás como si estuviera sentado en una barca, en lugar de un trono junto a la fogata–.
–Eso es lo que quisiera saber. ¿Qué harías con una mujer… que deja brincar la albarrada?
El machete que se había transformado en una espada, se balanceó, luego mi padre dijo:
–Los antiguos les cortaban la nariz a las suyas, lo que pretendían con ello era hacerles una vagina en medio de la cara para que todo el pueblo supiera qué parte de su cuerpo las había metido en un problema más.
Mis manos soltaron las rodillas, se deslizaron hasta mis genitales. Los sostuve entre ellas, contemplé el machete de mi padre moviéndose… tenía unos calambres terribles en el vientre, si no me daba prisa en levantarme para salir, terminaría huixándome enfrente de todos.
–Mi mujer no, replicó mi padre en voz muy alta.
La voz pastosa de la borrachera había desaparecido y la carcajada por el chiste desapareció.
–No, claro que no, Justino, murmuró Beto, incómodo. ¡Ya, vamos a echarnos un trago!
–Yo no le cortaría la nariz –dijo otro–, yo le cortaría su cabeza traidora.
–Eso es –dijeron todos.
No pude seguir aguantando. Me salí del cobertor y noté caer el frío aire sobre mi piel, me pareció que mi pirix quería encogerse completamente dentro de mi cuerpo. Lo único que seguía dando vueltas y vueltas en mi mente (supongo que estaba medio dormido y que toda la conversación me había parecido un sueño) era que, cuando era más pequeño, me metía en la hamaca de mi madre cuando papá salía temprano hacia la milpa, me dormía a su lado antes de desayunar.
Oscuridad, miedo, fogatas, sombras. No quería salir al monte, tan lejos del pueblo, con aquellos hombres borrachos, ¡quería a mi madre!
Mi padre se volvió hacia mí. El machete todavía estaba en su mano. Me miró y le devolví la mirada. Jamás he olvidado la escena mi padre con su cachucha y machete en mano. La conversación se detuvo, quizá se preguntaban qué parte de la charla había podido oír, que incluso estaban avergonzados.
–¿Qué diablos quieres? –preguntó mi padre envainando el machete.
–Dale un trago, dijo Beto con el consiguiente coro de risas.
–Tengo que huixar.
–Pues anda y hazlo, exclamó mi padre.
Tres días después, mi padre le disparó a un venado; el animal, herido de muerte, se lanzó sobre mi papá. No lo embistió: se paró con las patas traseras y le abrió el cuerpo a la mitad, clavándole sus pequeñas pero filosísimas pezuñas del pecho al estómago. Tripas sobre la hierba entre sangre a borbotones. Todo su paquete intestinal desparramado, y yo me puse de espaldas y vomité el desayuno. Mi padre y el venado expiraron casi al mismo tiempo.