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Cultura

El tercer hombre de Mumford

Pedro de la Hoz

Los arquitectos, urbanistas y especialistas dedicados a la investigación de estas disciplinas seguramente están familiarizados, o al menos han entrado en contacto alguna vez, con la obra de Lewis Mumford (1895-1990), un sociólogo neoyorquino que expuso sus ideas sobre estos temas en los ensayos La cultura de las ciudades (1938), Las transformaciones del hombre (1956), La ciudad en la Historia (1961) y El prospecto urbano (1968).

También aportó puntos de vista polémicos en relación con el uso de las tecnologías en Arte y técnica (1952) y los dos tomos de El mito de la máquina: Técnicas y desarrollo humano (1967) y El Pentágono del Poder (1970).

Por estos días, sin embargo, el Mumford que viene a mí es el de sus tiempos juveniles, el de su obra inicial, Historia de las utopías, publicada casi un siglo atrás, en 1922, cuando su país todavía respiraba la euforia del nuevo orden emergente tras la Primera Guerra Mundial, crecía con la ilusión de conquistar alturas como la del General Motors Building de Detroit, no se avizoraba la grave crisis económica con la que finalizó la década y unos cuantos profetizaban la democratización del sueño americano, mientras cerraban los ojos ante el sufrimiento de grandes mayorías y el recrudecimiento de la discriminación contra los afroestadounidenses.

Aunque Mumford teoriza, no siempre con buena puntería, sobre las sucesivas etapas por las que a su entender transitó el desarrollo del pensamiento utópico, tan caro a una corriente del socialismo europeo del siglo XIX, a sus antecedentes y posibles escenarios, lo que me interesa es la reflexión sobre cómo explica la confrontación del individuo con la realidad social circundante, claro está, ubicándose en las coordenadas de naciones desarrolladas.

Para él hay un tipo de ser humano que emprende una fuga interior y tiende a lo que denomina utopía-escape, partir de la negación de la realidad y la exacerbación de construcciones fantasiosas. Es lo que alguien calificó como la utilización narcotizante de la imaginación: cuanto más se apela a esa instancia, más cuesta regresar a la vida. Otro ser humano es el que se dice realista, el que se adapta al entorno, nada hace por modificarlo y solo se ocupa por sobrevivir. Del conformismo y el conservadurismo a la anulación de voluntades. A Mumford le parece mucho más propositivo un tipo de tercer hombre o mujer que asumen lo que la realidad impone, pero utiliza esa imposición para tomar impulso y convertir la toma de conciencia en acto transformador. La subjetividad comprometida con el cambio. Para Mumford en esto consistía la energía primaria para la actualización permanente del pensamiento utópico.

Cuarenta años después, el sociólogo seguía creyendo en ese planteamiento, tal como lo expresó en el prólogo a una nueva edición de Historia de las utopías, que vio la luz cuando Estados Unidos comenzaba a embarcarse en la aventura agresiva en Indochina y nacía una contracultura que amenazaba la supuesta estabilidad del sueño americano.

Escribió entonces: “Dicho espíritu (el del tercer hombre) puede servir como un tónico, en esta época de terror y desánimo, para recordar al lector las actitudes y esperanzas que una vez existieron y prosperaron, y que pueden volver a florecer de nuevo puesto que hunden sus raíces, no exclusivamente en los sentimientos de una generación en particular, sino en la desafiante fe animal que cada recién nacido trae al mundo por el mero hecho de haber nacido”.

La investigadora hispano venezolana Mailer Mattié, quien ha estudiado a fondo la obra de Mumford, puntualiza cómo el sociólogo en Historia de las utopías ofreció claves para comprender el mundo de estos días, en pleno siglo XXI, sobre la base del modelo social que terminó por prevalecer luego de la Revolución Industrial: una forma de vida sin relación alguna con la felicidad de una colectividad, dado que sus principios básicos eran, de un lado, la propiedad basada en el privilegio, y, de otro, el disfrute pasivo, pues la cultura dejó de ser entendida como participación directa en actividades creativas comunitarias, para identificarse completamente con la adquisición individual de bienes –espirituales o materiales– producidos por otros.

Un entorno social, descrito por Mumford, integrado por una multitud anárquica de individuos aislados; incompatible con la herencia biológica de la especie, suscitando en cada uno, por ende, la exigencia de compensar las hondas carencias de una vida divorciada de la colectividad, vacía de humanidad, por el dominio de compartimentos donde reine la diversión pasiva, el ocio mercantilizado, el tedio, la inercia y la inactividad.

¿Dónde queda entonces el tercer hombre de Mumford? ¿Cómo no alentar a este hombre ahora cuando no todos se dan cuenta de que está en crisis un paradigma civilizatorio? ¿Tendremos que asistir al hundimiento de la especie por los egoísmos desenfrenados, la globalización de los intereses neoliberales, la dictadura de las cúpulas financieras, la carnavalización de la política, las ficciones democráticas y la prostitución de valores éticos?

Mumford también nos es útil al alertar para todos los tiempos: “Un día que pase sin la visión o el sonido de la belleza, la contemplación del misterio o la búsqueda de la verdad, es un día miserable, y una sucesión de estos días es fatal para la vida humana”.

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