Cultura

La silueta esparcida

(Carta para una voz ausente)

“Así como Venus nace de la espuma, la poesía nace de la voz”.

José Gorostiza

Poeta Teodosio García Ruiz:

Te escribo porque estoy cierto de tu voz en el silencio. Pero al dirigirme hoy a ti desde la puerta difusa del recuerdo, desde los sitios insulares donde apenas por momentos coincidimos y desde la lejanía del tiempo que nos acerca en la palabra –sobre todo si te busco no con intención de crítico de tu obra sino con la actitud fraternal de un compañero en la experiencia de la práctica insomne de escribir– me pregunto, ¿cómo llamarte?

¿Cómo podría invocar tu voz por el desvelo, desde este instante hasta la orilla oblicua de tu nombre?

Cuando acudo a las huellas de tu presencia en el mundo, a los encuentros de nuestros itinerarios personales, tan sólo tengo un puñado de señales en qué asir las texturas de tu voz y de tu sombra.

La vez primera en que la hallé en Mérida –o habría que decir para ser justo, en la que tú me hallaste– indagando voces hermanas de la tuya en la polifonía de esta piedra que se extiende al sur del agua de tus ríos; otra vez más tarde, cuando supe de ti y te acercaste con algunos compañeros y nos saludamos brevemente, enredados en los barullos de una reunión matutina con aroma de café, a punto de salir a la lluvia en medio del calor de Villahermosa, y a lo último –más allá de lo esporádico de las referencias a través de ciertos amigos comunes y de las noticias de tus pasos y tu obra– cuando me pediste por medio de un correo alguna selección de poemas míos para cierta antología de poetas ciegos de México en la que estabas trabajando.

En todos estos encuentros, casi furtivos, el desenfado de tu acento y actitud –antípoda de mi gesto circunspecto– tendió un puente ileso de cordialidad que, más allá del juego líquido de la inteligencia salpicado de bromas e ironías, me hizo intuir y pronto sin advertirlo, compartir un afecto fresco y duradero.

Tatuados en la piel honda de la memoria estos encuentros fugitivos, distantes y al parecer inconexos en la curvatura del tiempo, si bien son resplandores intactos que conservan alumbrados algunos tramos en el territorio de tu presencia, fluyen suaves y se asocian en forma clandestina, en complicidades secretas, con los ecos y rumores que en tu voz se anudan a través de brechas que trascienden el contacto personal.

Cuando revisito en la geografía del silencio esos encuentros, acaso por la refracción de tu silueta, no es tu presencia individual de hombre de Tabasco sino tu voz entera de personaje y poeta urbano la que escucho y también me escucha. Navegante de estos sitios furtivos de tu sombra, no soy entonces el cronista de tus pasos, ni siquiera de algunas de sus huellas memorables, sino un testigo de tu voz en la atmósfera de la ausencia.

Así la vez primera, hacia los años tempranos de la década de los ochenta del siglo pasado en Mérida, tu voz de cuerpo presente, quizá ya con tus primeros libros en las manos –Sin lugar a dudas y Textos de un falso curandero (ambos de 1985) o con la cercanía en tu conciencia de su aparición– me trajo consigo la noticia de una mirada y un aliento fronterizos. A mí que me hallaba ensimismado, sumergido en los esfuerzos de ver a contraluz del espejo del tiempo la voz de los poetas yucatecos, con el deseo intuitivo de identificar las nervaduras de mi aliento poético personal, la voz tuya me reubicó el foco de la mirada no sólo ante el espejo de la tradición propia sino ante una experiencia literaria contigua que fluía también con pulsaciones profundas.

Desde sus latidos paralelos, la presencia física de tu voz trajo una complejidad “nueva” que aportaba un sentido de realidad más amplio a mis búsquedas de poeta respecto a una voz propia; intención ondulante en cuyo núcleo subyacía un sentido de crítica en torno a esclarecer qué filamentos o acentos debería

asumir el poema contemporáneo y cuáles extirpar decididamente.

La desazón de otra voz que irrumpía y se me presentó con toda su carga de vitalidad, así como la incertidumbre y fascinación a un tiempo de vislumbrar la otra orilla del patio familiar de la que yo sabía a lo lejos, pero sin aquilatar su arterial latido, fue entonces el signo inmediato de la aparición inicial de tu palabra.

La segunda ocasión en que tu voz salió a mi encuentro, también de cuerpo presente, tuvo para mí el hallazgo de tu silueta en el paisaje. Fue una suerte de avistamiento territorial, en donde la imagen del hombre en su hábitat se me refractaba en una gama insomne de reflejos en que fluían desdoblándose el personaje y la voz del poeta Teodosio.

Nuestro contacto personal aquella mañana de los años noventa en Villahermosa fue realmente breve: inmersos en un clima efervescente de contienda política en que se discutía, opinando y haciendo propuestas a campo traviesa, en torno a la situación cultural de Tabasco, apenas nos saludamos evocando nuestro primer encuentro y externando algún comentario que pretendía ser concluyente del debate. Pero más allá del reencuentro de tu persona, de nuevo franca y desenfadada, ese contacto tuvo el poder de recuperar el halo de tu mirada y de tu voz, enraizadas y florecidas en su universo natural.

A tu silueta, la atisbé en el fulgor de su pupila de personaje, mitad viandante mitad fantasma, observador atento en la vigilia lúcida de ser anfibio, escudriñando despierto y sonámbulo los rincones cotidianos de ese trópico tuyo, especialmente de tu ciudad –asumida por adopción hasta los poros y narrada con emoción de cronista– en sus calles de Villahermosa, peligro para caminantes (2000) aromadas con sombra y resolana y capturada en el relato hasta en sus meandros urbanos más sórdidos o refinados.

Así, mientras tu pulsación narrativa se me apareció con ese relato cuyo título fue, según confesarías abiertamente, una evocación tropical del poemario Roma, peligro para caminantes (1968), de Rafael Alberti, la voz de tu mirada de poeta me afloró entonces madura, forjada ya en la fragua de algunos de tus poemarios primordiales –Yo soy el cantante (1990), Leonardo Fabio canta una canción (1992) y posiblemente Furias nuevas (1993)– que contenían registros claros de su expresión singular.

Nunca escindidas sino más bien refractadas en elocuencias mutuamente transgresoras y de poder ambivalente, la mirada del cronista y la emoción lírica del poeta hallaban en tu voz su manantial o cauce unificador. Pero para mí, si el hábitat del cronista era el paisaje natural y social de tu región, el de su voz poética era, en cambio, el de las siluetas y palabras tutelares entre las que había germinado y ocurría tu propia voz.

Nacido el 5 de mayo de 1964 en Cunduacán, Tabasco, y arribando por primera vez hacia 1979 a Villahermosa con una obra poética juvenil que saldría a superficie a mediados de los años ochenta, tu voz y la construcción de su noticia son evidentemente un hecho posterior a las figuras mayores de tu estirpe espiritual: a mi gusto, destacadamente Carlos Pellicer (1899-1977), José Gorostiza (1901-1973) y José Carlos Becerra (1937-1970). Pero los vínculos que sostuviste con estas sombras tutelares fueron de otro tipo y es en referencia a dichos hilos sutiles que se esculpe el bajorrelieve de tu sitio propio en esa arquitectura líquida de la poesía y literatura del sureste mexicano.

Pese a sus aristas individuales claramente perceptibles, el prestigio y la evidencia de algunos temas capilares en las obras de Pellicer, Gorostiza y Becerra hicieron que, para mí –en un imaginario personal de ese meridiano poético– el universo de la poesía de Tabasco se revistiera de una atmósfera peculiar con la mirada y la voz entretejidas de estos “peces del aire altísimo”, para nombrarlos como Vicente Quirarte. Todos ellos niños brotados del paisaje tabasqueño se vieron desde muy temprano en la Ciudad de México, donde se ligaron a los círculos universitarios y de escritores –aquellos en el grupo de “los contemporáneos” y éste en el taller Mester de Arreola y con Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Alí Chumacero, entre otros– y teniendo estancias frecuentes y largas en el extranjero. Si Pellicer “el poeta de América” ensanchó su mirada en la militancia de una Latinoamérica unida, Gorostiza elevó sus pupilas a la hondura de los misterios del ser y de la palabra en una contemplación lindante con la mística, y Becerra, quien trató personalmente a Pellicer, buscó en el lenguaje una imagen del mundo donde hallar las pupilas de su asombro propio.

Hilos o alientos que son vasos comunicantes en su poesía como la visión religiosa, el bucear en la lengua y la emoción de lo filial y de la tierra, tendieron a mi parecer, ciertos puentes líquidos que, desde lo distante o lo cercano, los mantuvieron emocionalmente vinculados a su hábitat original: acaso la más aérea, la voz de Gorostiza trazó las pinceladas sutiles del agua y la tierra del hogar en sus Canciones para cantar en las barcas (1925); Pellicer y Becerra cantaron en Esquemas para una oda tropical (1935-1976) y el poemario La Venta (1964-1969), respectivamente, su devoción más nítida por el terruño. Si Pellicer en sus Esquemas… dice la transparencia inefable del paisaje, en Oscura palabra, de Becerra, gravitan algunos de los momentos más profundos de la poesía mexicana e hispanoamericana de su tiempo.

Así, esparcidos en los espacios marginales de este universo poético de mi imaginario tabasqueño, a la sombra de esas ceibas frondosas dominando la vista –permíteme la imagen maya que podremos seguramente compartir– los ecos dispersos de tu voz tomaron de golpe cuerpo y se me descubrieron enraizados y reforestando tu atmósfera vivencial, como una presencia firme y dual, con ese acento de canto y lamento, urbano y silvestre que la hace única. Desconozco si al joven poeta Teodosio García Ruiz le afectara hondamente lo que Harold Bloom llamó “la angustia de las influencias” y si para él significó una “profanación” el desprendimiento y la búsqueda de originalidad en la afirmación de su voz personal; pero ésta me apareció entonces ya vigorosa y dueña de su silueta en el espejo de agua de mis hallazgos.

Hechura de tu entorno, la voz tuya es una de las más fieles expresiones de ese universo. Como dirá tiempo después el poeta veracruzano José Luis Rivas aludiendo a los versos de tu poemario Bananos (1997):

Hay en ellos una frescura y una turgencia que evidencia en todo momento que han sido nutridos con el humus formidable del trópico. El saber/sabor que rebosan expresa, asimismo, que conoces tu tierra y la gente que crece en ella con sus creaciones y cultivos, porque tú eres uno de ellos al mismo tiempo que su cantor inexorable.

Acaso por ello esta segunda aparición de tu voz, real en su dualidad de presencia física e imaginaria, tuvo para mí el sello más cercano al de una plenitud.

La última vez que supe de tu voz fue una ocasión incidental y para mí afortunada. Hace apenas unos cuantos años cuando tuviste entonces la gentileza de incluirme en la nómina de la citada antología que te habías propuesto. Supe más tarde que elegiste el título de un poema, Memorial del crepúsculo, para nombrar mi serie completa. Lo que no supe sino hasta una visita posterior a Villahermosa fue de la ausencia física de tu palabra –ocurrida en noviembre de 2012– y que paradójicamente, nuestras voces han reunido sus presencias en El sentido ausente, un poemario a dúo publicado por el Instituto Estatal de Cultura de Tabasco en 2012.

Comprendo ahora que tu presencia y tu voz –aquellos ecos alumbrados de tu silueta que me llegó un día del silencio– como ocurre con los reflejos tras la lluvia en las tardes de ese paisaje del que eres ya un ser imprescindible, se diluyeran al fin:

“decidieron meterse a la sombra,

como al vientre de la soledad,

así ocurre en las plantaciones”.

Será tal vez esto, antes que un exilio del mundo sólo un adentrarse en sí mismo, porque como tú sabías:

“Las plantaciones son apenas soledades

en el alma del hombre”.

Pero si como dijo Octavio Paz, “aunque no son un diario”, nuestros poemas son “las huellas y, quizá, la crónica” de nuestros días, pues el poema es “casa de la presencia” y a fin de cuentas cada poeta no es sino “un latido en el río del lenguaje”, nuestras voces tienen ahora una casa común donde compartir sus encuentros en la memoria y los hallazgos de sus latidos en el fluir líquido del tiempo. Esto sucede aunque nuestro aliento no lo sepa o lo intuya apenas, pues, tal como dijiste:

“Nada hay que lo contemple cuando se contempla

absorto de sí mismo,

como una piedra en el fondo del río

que sabe que es piedra sin saber que se es río”.

Ahora, Teodosio, en este instante en que dejo la pluma junto a tu silueta en ese paisaje tuyo; me retorna tu voz emergida del barro y sobre los murmullos enmudecidos de tu gente, esparcida por el río de mi recuerdo:

“En la tarde,

cuando ya las estrellas asoman

sus corpulencias,

alguien nos mira desde el centro de las plantaciones.

Y puede ser otra vez la soledad,

la terca presencia de los bananos que se pudren

o el alma de estos hombres de mirada atroz

que observan callados

el retiro de la opulencia.

Esto ocurre en tardes calurosas,

cuando los hombres prefieren enfermarse o morir

a que la lluvia los abdique de todo paraíso

si es que alguna vez estuvo aquí el paraíso”.