Cultura

Martí de cara al sol

A su amigo mexicano Manuel Mercado escribió pocas horas antes de caer en combate: “…ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber –puesto que lo entiendo y tengo ánimos con qué realizarlo– de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. El 19 de mayo de 1895, hace 125 años, mientras buscaba a galope tendido incorporarse a la primera línea de las hostilidades contra una columna del ejército colonial, a unos 150 metros de las orillas del Contramaestre, en una zona conocida por Dos Ríos, una bala segó la vida de quien con razón llamamos el más universal de los cubanos.

Dos Ríos fue el punto de partida de una ascensión irrefrenable. Del mito a la acción, de la pérdida a ser fuente inspiradora, de la semilla a la cosecha, la memoria de Martí ha encontrado múltiples asideros en Cuba, América Latina, y el mundo.

El arte no quedó atrás. Incluso en las décadas iniciales de la primera etapa republicana –mediatizada por la intervención de Estados Unidos y a merced de gobernantes corruptos–, hubo una representación pictórica de la muerte de Martí, reproducida hasta la saciedad en lo adelante, aún cuando parece que su autor, Esteban Valderrama, destruyó el cuadro debido a las duras críticas que recibió.

Valderrama (1892 - 1964) era un joven pintor académico cuando emprendió la obra La muerte de Martí en Dos Ríos en el primer semestre de 1917. Para ello viajó al oriente de la isla a fin de tomar apuntes del lugar donde acaeció el fatídico hecho. Un año después narró a un periodista de la revista El Fígaro: “La travesía fue penosa, pues estuvimos tres o cuatro horas galopando sin cesar. Por fin, atravesamos el Contramaestre, por el mismo lugar que lo hiciera Martí... Al andar yo por aquellos lugares históricos me llenaba el pecho de emoción... Llegamos. Estudié el paisaje; hice un apunte del lugar y procuré clavar en la memoria toda la sencillez de aquel emocionante panorama. En todo el paisaje que sirvió de fondo a la tragedia, no hay un detalle que salve al artista y le dé un motivo pictórico; todo es sencillo, vago, de color humilde, sin grandes contrastes, sin rarezas ni extravagancias efectistas de tanta necesidad para la pintura moderna decorativa. Y fiel al aspecto de la naturaleza en aquellos lugares, la sentí y la trasladé al lienzo sin la vana pretensión de corregirla ni la idea del recurso siempre falso de contrastarla”.

El artista envió el cuadro al Salón Nacional de Bellas Artes de 1918 y le fue mal. Periodistas y colegas criticaron acerbamente la obra, prejuiciados por lo que consideraban un tratamiento poco afortunado del héroe, poco elegante en su caída del caballo.

Una recepción tan apabullante para el pintor casaba con el gusto entonces imperante. Lo ha explicado el crítico Jorge R. Bermúdez al decir: “Si tenemos presente que por esos años la norma culta de la visualidad de la población cubana y mundial se relacionaba con las obras de la pintura renacentista, barroca y neoclásica, con las de una fotografía en su mayor parte posada y no menos idealizada, y con las imágenes grabadas que, a manera de transcripciones de los modelos brindados por la pintura y la fotografía, eran reproducidas por las publicaciones periódicas y las revistas de arte y literatura, está claro que el lienzo de Valderrama no se aviniera con la cultura visual del momento. Amén del tema como tal, donde la imagen de Martí –idealizada por el pueblo– nunca se había concebido en postura tan dramática”.

Por suerte el cuadro de Valderrama fue reproducido por la prensa, de modo tal que cuantas veces se quiso ilustrar en los más diversos medios de comunicación a lo largo del siglo XX la caída en combate del líder de la gesta independentista, se recurrió a la foto de la obra del pintor.

De la muerte de Martí existe una versión enmarcada en las tendencias de la vanguardia artística. En 1952 Carlos Enríquez (1900 - 1957) pintó al óleo una pieza titulada Dos Ríos que debía integrarse a una pintura mural. Un año después se conmemoraba el centenario del nacimiento de Martí, en un país sometido a los dictados de un tirano, por lo que al artista difícilmente se le hubiera ocurrido participar en el certamen convocado por las espurias autoridades culturales con motivo de la efemérides. Amigos de Enríquez, preocupados por el precario estado de salud y material del artista enviaron la obra al salón.

El poeta Manuel Navarro Luna, de espíritu revolucionario e irreprochable ética, escribió en aquel momento sobre la que sin dudas era la obra más valiosa del concurso: “No hay, ni puede haber para Carlos Enríquez, derribamiento ni caída, sino subida, vuelo y ascensión. El caballo, aquí, es de infinito y de eternidad. Por eso alza la testa, coronada de infinito y de eternidad, sobre las sombras apocalípticas que lo rodean, y sigue piafando colérico y terrible, como queriendo subir, con su carga de luz, sobre las tinieblas. Aquí el caballo es esfuerzo libertador. Es imagen de la angustia, de la agonía y del esfuerzo heroico. Es la representación purísima de la voluntad épica. De la voluntad de la patria. De la voluntad, en una palabra, de José Martí, que sigue cumpliendo, en un jadeo obstinado y arcangélico, por encima de toda la muerte que lo rodea, su incansable tarea redentora”.

Martí ha seguido siendo hasta nuestros días figura recurrente en la obra de los artistas cubanos, quienes por lo general lo asumen simbólicamente más allá de la muerte. De ahí que un cuadro de Alicia Leal (1957), pintado en 1998, marque tal vez la diferencia. En el estilo característico de la artista, de sólida formación académica pero deudora de la iconografía naif e imbuida de la mitología popular, Muerte de Martí apunta más a la resurrección que a la caída. Con ello logra una metáfora de sensible resonancia lírica acerca de la permanente vigencia del legado martiano.