Joaquín Tamayo
Filtrada, trasuntada por los oficios de la imaginación, la vida de Rafael Pérez Gay está en casi todos sus escritos: en las columnas, en los ensayos y, de manera significativa, en sus novelas. Pedazos de la infancia, atajos hacia la adolescencia y precipicios existenciales de la edad adulta ocupan buena parte de sus inquietudes artísticas.
Él mismo reconoce sentirse a gusto trabajando en la corriente de la autoficción. Empezó en ella, según ha declarado, sin saberlo en realidad. Simplemente se dio cuenta de que aquel era un territorio en el cual podía moverse con soltura y sentirse genuino, honesto y cercano a su material literario.
Pero quizá donde mejor ha conseguido exponer este ejercicio es en esa suerte de híbrido oscilante entre el cuento y la crónica, y que el escritor ha practicado con bastante éxito y sin preocuparse de las clasificaciones.
Ante eso, El corazón es un gitano, editado en 2010, confirma el dominio de Pérez Gay en los géneros breves y en el tratamiento de escenas súbitas y de ráfagas prosísticas, siempre con un tono más próximo al aforismo.
Lo cierto es que el repertorio de este libro abarca cincuenta y siete textos de una extensión no mayor de tres páginas. En ese espacio estrecho, en esa angosta habitación, el universo Pérez Gay se expande y se contrae según las tragedias o las victorias con las que lo sorprenda el tráfago cotidiano.
A diferencia de El cerebro de mi hermano, minuciosa novela en torno a la pérdida paulatina e insustituible del intelectual José María Pérez Gay, donde la cadencia lleva al lector por un largo periplo de tristezas, con escasos momentos de humor, en El corazón es un gitano se conjugan de modo más justo el episodio amargo y doloroso con la observación aguda, irónica y chispeante por su ingenio. Es un libro conmovedor no tanto por lo que dice abiertamente, sino por lo que insinúa, por lo que deja entrever de su propio autor y del ámbito que lo rodea. Nos queda claro que para nuestro novelista la literatura es una promesa de liberación de la memoria.
“Mi padre colaboró de forma definitiva a la cultura de la chatarra. A las siete de la mañana me llevaba a la escuela. En el camino nos deteníamos frente al puesto de jugos de naranja (…) Una cuadra adelante, en un estanquillo, dos pituchos, así les decía mi padre a los Gansitos Marinela. Desayuné jugo y pastel durante toda la escuela primaria. Luego, un peso de plata para el recreo. Me angustiaba que mi padre me abandonara. Un hombre cansado y sin dinero empezaba el día a contracorriente”.
Sin duda, y aunque suene a cliché, el otro personaje indiscutible de esta pieza narrativa es la presencia infinita y apremiante de la Ciudad de México. En rápida sucesión de imágenes, de episodios, de resonancias, Pérez Gay nos muestra que la gran capital es una ciudad de día y otra –distinta e igual al mismo tiempo–, que acaba por seducirlo todas las noches.
Explorador de sí mismo, el escritor pasea y padece la ciudad con la idea cortazariana de encontrarse sin querer, sin buscarse, y mirarse en otros a pesar de las lágrimas o de la lluvia que se interpone.
En sus relatos está la urbe: sus barrios, sus delegaciones, sus monumentos y edificios, la textura del asfalto, de las calles, pero sobre todo la melancolía que había en el gesto de sus pobladores, comenzando por su familia.
“Cuando murió mi madre, mi papá quedó perdido en la soledad de las sombras. Una de esas mañanas tristes cambiamos el orden de la habitación de mamá, pintamos los muros, movimos los muebles, en fin, transformamos el cuarto. El día más ajetreado de esa mudanza, mi padre recibió la visita de una de las hijas de la mujer con la que él quiso compartir parte de su vida, en fin, la amante, la otra, la casa chica”.
Después de leer el libro de Pérez Gay, uno termina de acuerdo con él. Es verdad: El corazón es un gitano, como dice la popular canción de Nicola di Bari, y solo cantando o escribiendo podemos verlo con claridad, a pesar de las lágrimas, de la lluvia del tiempo y de nosotros mismos.