Cultura

Ariel Avilés Marín

A través del tiempo, en el campo de la tauromaquia han surgido, y surgen, figuras que, con la creación de un arte propio, cambian el rumbo de la fiesta, por lo que llegan a considerarse como revolucionarios. Así, encontramos figuras como José Cándido, Cúchares, Chicuelo y Lagartijo, hasta llegar al revolucionario entre los revolucionarios, Juan Belmonte. Se puede asegurar con certeza que hay una tauromaquia antes y después de Belmonte, quien viene a cambiar la esencia misma del toreo.

Existe una anécdota que pinta esta situación de cuerpo entero. Cierta mañana, en uno de los cafés de los portales de la Plaza Mayor de Madrid, se encontraba Rafael Guerra, “Guerrita”, en ese entonces considerado como el maestro de maestros de la tauromaquia; el diestro estaba rodeado de los integrantes de su cuadrilla, muchos chavales torerillos y una buena cantidad de sus admiradores. Dando un largo chupo al habano que estaba quemando, Guerrita pontificó: “El toreo tiene tres tiempos, citar, mandar y, un paso atrás; o te quitas tú, o te quita el toro”. Ante el asombro de los reunidos, desde atrás, se escuchó una voz que dijo: “Ni te quitas tú ni te quita el toro. Guerrita, ve el domingo a Las Ventas, para que lo veas”. Aquella voz era de un joven torero, Juan Belmonte, y ese domingo siguiente revolucionó la fiesta, al citar al burel, aguantar a pie firme, y lanzar al aire el percal, pasándose al toro sin dar el paso atrás de reglamento. La tauromaquia, había cambiado desde ese día.

A finales del siglo XIX, surge una dinastía gitana de toreros, conocida popularmente con el apelativo común de “Los Gallos”. El patriarca del clan fue Fernando Gómez García, el “Gallo”, quien casa con una popular “bailaora” de flamenco, Gabriela Ortega, con la que tuvo seis hijos, los tres varones fueron toreros. El mayor, Rafael, fue también conocido con el apodo del padre, el “Gallo”, el mediano, Fernando, “Gallito Chico”, fue peón de su hermano, y el menor, José, “Gallito” o “Joselito”; este último, junto con Belmonte, está considerado como uno de los mejores diestros de todas las épocas. Completa la familia, el gran torero Ignacio Sánchez Mejías, casado con Dolores, la menor de los seis hermanos. Es famosa la anécdota de que, Gabriela, la madre, nunca iba a ver torear a Rafael, y en cambio, no se perdía una sola corrida de Gallito. Al preguntarle la razón de esto, Gabriela respondió: “Me muero de angustia si veo torear a Rafael, en cambio a José, a ése, a ése no lo agarra ningún toro”. Paradójicamente, Rafael vivió muchos años y murió ya viejo, y Joselito encontró la muerte entre las astas del toro “Bailaor”, pupilo de la ganadería de la Viuda de Ortega.

La trágica muerte de Joselito ocurrió el domingo 16 de mayo de 1920, a consecuencia de la terrible cornada de “Bailaor”, en la Plaza de Toros de Talavera de la Reina, a la temprana edad de veinticinco años. Como detalle o coincidencia funesta, el cartel de aquella trágica tarde fue completado por su cuñado, Ignacio Sánchez Mejías, que moriría también de una cornada, catorce años más después, en la plaza de Manzanares, Ciudad Real, cornada infligida por el toro “Granadino”, de la ganadería de los Hermanos Ayala. La negra sombra de la parca unió en la muerte a estos dos grandes toreros. El pasado viernes 16 se cumplió un siglo de este trágico suceso, que los teóricos de la tauromaquia, hasta hoy, no llegan a explicar, pues el dominio de Joselito sobre los cornúpetas era de una precisión prácticamente infalible. Quienes tuvieron el privilegio de verlo torear comentaban la precisión de su distancia, la exactitud milimétrica de su temple y la preponderancia de su mando sobre los toros. Ernesto Pacheco Zetina, el popular “Xándara”, quien fue juez de plaza de Mérida por más de cuarenta años, platicaba en las sabrosas charlas que tuvimos en el antiguo café La Flor de Santiago, muchas cosas al respecto: “Ver torear a Joselito era un placer incomparable, pues sus faenas irradiaban seguridad y dominio sobre el astado. Nadie como él, para citar y mandar, su sentido de la distancia era incomparable”.

La opinión de Xándara abona al misterio de qué fue lo que falló en la fatídica faena de Joselito a “Bailaor”.

Existe un solo testimonio gráfico de la fatídica faena, una fotografía firmada por un desconocido fotógrafo de apellido Campúa, publicada en la revista Mundo Gráfico de España. Tal parece que fue el único fotógrafo presente en esa corrida. Este testimonio fotográfico de la trágica faena es de un gran valor documental en la historia de la tauromaquia. He de dejar patente que este valioso documento llegó a mis manos por la amable cortesía de Alejandro López Machaín, y procesado por el fotógrafo Salvador Peña.

El sino fatídico de esa corrida del 16 de mayo de 1920 no es un caso aislado en la historia de la tauromaquia. Esa hermandad en la muerte, entre Gallito y Sánchez Mejías, se repite muchos años después entre otra mancuerna de matadores. Francisco Rivera, “Paquirri”, enlaza su sino fatídico con el de José Cubero Sánchez, el “Yiyo”. La corrida del trágico domingo 26 de septiembre de 1984, en la plaza del pequeño pueblo de Pozo Blanco, de Córdoba, España, Paquirri muere a causa de la cornada de “Avispado”, de la ganadería de Sayalero y Bandrés. Un año después, en 1985, Yiyo muere al atravesarle el corazón el tarro del toro “Burlero”, de la ganadería de Marcos Núñez, en la plaza de Colmenar Viejo, en Madrid. Nuevamente, la muerte hermana a dos destacados matadores.

El singular caso de Gallito sigue siendo un misterio no explicado en la historia de la Fiesta de Toros. Joselito era un torero con cualidades excepcionales que lo llevaron a ser una figura emblemática de la tauromaquia; nadie como él para el sentido de la distancia, por eso no se puede entender dónde estuvo el fallo que causó la cornada al terminar una impecable serie de derechazos. Mucho se ha especulado sobre que “Bailaor” era un toro burri ciego o también llamado reparado de la vista; pero, siendo Gallito un matador con un perfecto sentido de la distancia y el temple del toro, es muy difícil, por no decir imposible, que José no se hubiera percatado de ello; sin embargo, una cosa es real, no se puede perder la cara del toro un solo instante, ese segundo de dispersión ha costado y sigue costando la vida a muchos matadores. Gallito fue una figura excepcional, sus cualidades naturales lo llevaron a ser considerado uno de los más grandes diestros de todas las épocas. Su carácter de figura de excepción pone a las circunstancias de su trágico fin un halo de misterio, un enigma que no ha sido descifrado y que seguimos analizando a cien años de su muerte.