Pedro de la Hoz
La Unión Soviética desapareció; sus escritores, no. La literatura, si cuenta con calado humano, asideros legítimos y argumentos convincentes, escapa a encasillamientos y termina, más temprano que tarde, por trascender visiones prejuiciadas.
Cuando se conmemora el 75to aniversario de la victoria sobre el nazifascismo, resultado en el que cada vez es más frecuente olvidar la contribución del Ejército Rojo a la caída del Tercer Reich y el régimen de Mussolini, convendría repasar, aún a vuelo de pájaro, la obra de escritores que fueron testigos de la contienda, del sufrimiento y la muerte de millones de personas y del triunfo sobre el horror. Creadores a los que el sambenito de haber respondido a los cánones del realismo socialista –estética fallida por reduccionista y maniquea– no debe ni puede apartarlos a la hora de pasar balance al reflejo en las letras de los acontecimientos que culminaron el 9 de mayo de 1945.
Lamentablemente, como ha observado el colega español Jesús Aller, será raro encontrar los libros que comentaremos en los estantes de novedades editoriales. “En estos momentos –apuntó– parece que lo único que interesa promocionar de la mucha y buena literatura que se produjo en la Unión Soviética son los escritos de los condenados y los perseguidos. Es esta una imagen monocolor, deformada, y muy característica de cómo el mercado se manipula al servicio de la ideología en el poder”.
El realismo de Mijail Shólojov siempre impresiona. Realismo que no requiere etiquetas, a no ser que le llamemos humanista. Cultivó sus dotes literarias en la etapa posterior a la Revolución de Octubre. El ciclo narrativo en torno al río Don lo convirtieron en un autor popular entre los años 20 y 40. Los cuatro libros que componen la serie abarcan desde la Primera Guerra Mundial, hasta la sublevación de los cosacos en el Alto Don y la colectivización de la agricultura en los años 30; este último proceso acompañado por un empobrecimiento radical de una zona que se caracterizó por la abundancia. Los personajes interactúan con personas que realmente existieron y el lector comprende cómo la vida se ve afectada por los virajes de la historia. Las escenas más brutales, son narradas con una firmeza que revela una penetración en la realidad sin contemplaciones.
Mucho después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, Shólojov publicó el relato más devastador y a la vez más edificante de su experiencia en la contienda. El destino de un hombre (1959). El protagonista, Sókolov, sometido al horror del cautiverio nazi, no ceja en sus empeños por sobrevivir y reencontrar la familia. Sueño frustrado, puesto que toda pereció durante la agresión. Sin embargo, al vincularse y proteger al pequeño Vania, huérfano de la guerra, decide reconstruir su vida. Toda una lección de entereza moral que nace de la propia secuencia narrativa, sin adornos ni mensajes extraliterarios.
Al Konstantin Símonov que escribió Días y noches habrá de acudir quien de manera seria pretenda entender las interioridades de la gesta de Stalingrado, que marcó el viraje de la guerra. En sus páginas palpitan las hazañas de hombres y mujeres que tuvieron comportamientos heroicos sin proponérselos, impulsados por las circunstancias y, eso sólo, con un sentido incombustible de la dignidad. De una parte, el cuadro desolador de una ciudad destruida por la aviación y la artillería alemanas. De otra, la defensa, calle por calle, casa por casa y la posibilidad de amar, soñar con el día después, y pensar en la belleza.
Mucho más abarcadora y, en consecuencia, contaminada por la narración historiográfica y con pretensiones totalizantes que perturban la consistencia del relato, mas no por ello menos interesante resulta De los vivos y los muertos, que parte del comienzo de la invasión y culmina con la contraofensiva rusa del invierno de 1941.
En el orden del testimonio novelado, quedo con Un hombre de verdad, de Boris Polevoi. Reportero de raza, Polevoi cubrió como pocos los momentos cruciales de la resistencia. El proceso de Nuremberg contra los criminales de guerra fue seguido por él y reflejado en el monumental reportaje A fin de cuentas.
Pero, sin dudas, la obra más relevante de su cosecha gira en torno a la experiencia del piloto de combate Alexei Meresiev, un tornero que al estallar la guerra ingresó en la aviación, donde debutó en agosto de 1941. A la altura de mayo de 1942 había logrado derribar cuatro aviones nazis, pero el 4 de abril de 1942 su Polikarpov I-16 fue derribado cerca de Staraya Rusia, territorio ocupado para ese entonces por los nazis.
A pesar de haber sido herido gravemente, Alexei se las arregló para regresar por sus propios medios hasta la zona dominada por las tropas soviéticas. Por 18 días, a campo traviesa y ocultándose del enemigo, sufrió lo indecible y agravó su estado físico al punto que hubo que amputarle ambas piernas por debajo de las rodillas. Sin embargo, ese no fue el fin de su carrera militar. Aprendió a controlar sus prótesis, y logró finalmente volar y combatir de nuevo en junio de 1943.
Shólojov, Símonov y Polevoi por su fibra narrativa merecen honor.